"Un líder sale solo o no hace falta que lo busques", me dijo Macià Alavedra un día que comentábamos los motivos que lo llevaron a dar apoyo a Jordi Pujol en detrimento de Trias Fargas. "Un líder no se puede fabricar. Cuando la gente dice 'nos falta un líder', mal —añadió pensando en el vacío que había dejado la retirada de Pujol en 2003. A los líderes acostumbras a encontrártelos por el camino un poco por sorpresa y, de entrada —aunque con los años nadie se acuerde—, siempre molestan bastante".

Hace semanas que el impacto de Sílvia Orriols me hace pensar en esta conversación, y no quiero establecer comparaciones. Cuando Alavedra se puso al lado de Pujol, el general Franco había pasado abajo y la política catalana estaba llena de personalidades fuertes que habían dedicado la vida a tratar de cambiar el curso de la historia. El problema de ahora es que, a base de recitar como loros los programas de los partidos y los eslóganes de los diarios, los políticos se han convertido en empleados de poderes incontrolables que no ajustan las cuentas con nadie.

Orriols no tiene competidores de la categoría de Josep Pallach, Josep Tarradellas, Heribert Barrera o Josep Benet. La líder de Aliança Catalana sería, más bien, como el primer Tarradellas del exilio, una figura solitaria y quijotesca que ha pasado, inesperadamente, por encima de la ufanía autodestructiva de los vencidos oficiales. Parece que esté menos sola porque tiene un partido detrás, y es probable que ella crea que el partido le resolverá algo. Pero lo que tiene por delante es, más bien, una travesía por el desierto como la de Tarradellas.

Catalunya no solo necesita tiempo para crear una hornada de líderes nuevos, necesita tiempo para cambiar la concepción del liderazgo que impuso la Transición. El trauma de la guerra y de la dictadura favoreció un tipo de liderazgo negativo y oportunista que ya no sirve para nada, y que solo dará —durante un tiempo— resultados a la izquierda española. Pujol aprendió de Tarradellas que el realismo maquiavélico es más útil que la retórica sentimental. Pero enseguida se dejó llevar por los acomplejamientos de la Catalunya postfranquista.

La distancia entre los votantes y los partidos se ha hecho tan grande que todo lo que no lleve a una dictadura alimentará la aparición de personalidades como ella

Excepto Orriols, los líderes de los partidos catalanes —desde Junqueras hasta Puigdemont, pasando por Illa o Graupera— parecen reciclados de un pasado que no se acaba de morir, pero que ya está condenado. Con los matices que se quieran, todos hacen cara de Raimon Obiols o de Joan Reventós: son políticos formados en un entorno controlado, que se piensan que la historia les debe algo. Tienen paciencia y confieren a la gestión un valor moral, pero no pondrían nunca el pie para defender una verdad incómoda que los pudiera perjudicar. Han crecido desconectados del dolor de la historia y solo saben ocupar espacios que ya existen en un momento que todo se hunde.

Gabriel Rufián tiene instinto, pero no tiene tradición. Hace el relato superficial de los desarraigados y siempre acaba trabajando por cuenta de otros, como los antiguos mercenarios castellanos de la Corona de Aragón. En España, los únicos líderes equiparables a Orriols —visceralmente conectados con el pasado—, son José María Aznar y Rodríguez Zapatero. Pablo Iglesias tiene demasiado miedo. Quizás porque es hijo del genocidio republicano, prefiere pelearse por Twitter con Junqueras. Aun así, también lo pagará, si permite que Rufián banalice la historia para satisfacer la vanidad de Joan Tardà, que todavía no ha digerido el impacto de la vieja inmigración sobre el área metropolitana.

Orriols es la primera figura política nueva, y de momento la más importante, porque se ha situado en el centro de los problemas europeos que cambiarán la idea que tenemos del racismo y de la libertad. Orriols ha hecho emerger un conflicto que los partidos de la Transición se niegan a ver: la disociación entre nación y democracia en la Europa actual. El referéndum del 1 de octubre fue el acto final de un país que todavía confiaba en el consenso, la culminación del famoso "ciutadans de Catalunya ja soc aquí", que dijo Tarradellas al volver del exilio. Los políticos hace 50 años que maquillan la historia en nombre de la democracia y la distancia entre los votantes y los partidos se ha hecho tan grande que todo lo que no lleve a una dictadura alimentará la aparición de personalidades como ella.

Los castellanos del macizo de la raza y los multimillonarios globalizados están satisfechos con las nuevas olas migratorias porque diluyen la nación catalana y, por lo tanto, aplazan los problemas del Estado español. A Pedro Sánchez, además, le van bien porque le permiten maquillar la economía mientras él sea presidente. Pero las naciones son la sangre de Europa, y solo hay que mirar Francia para entender que todo tiene un límite, y que se puede ser racista pronunciando discursos multiculturales. A medida que los barnices posmodernos con que la izquierda ha cubierto las contradicciones de España pierdan eficacia, Catalunya reformulará su identidad política, y su economía, a partir del ejemplo que ha dado Orriols.

Me parece que el proceso no será corto ni tranquilo. Pero que es inevitable.