Netflix emite estos días la película El juicio de los 7 de Chicago. En resumen, el juicio contra un grupo de jóvenes contrarios a la guerra de Vietnam que fueron a participar en una manifestación pacífica en 1968 que terminó con enfrentamientos con la policía. Aaron Sorkin, una especie de Shakespeare moderno, denuncia la parcialidad de la justicia, el racismo institucionalizado y el abuso policial sistémico. Los medios de comunicación españoles o con una mirada hispanocéntrica del mundo ven paralelismos con la actual situación en Estados Unidos. Pero no leerán ningún paralelismo con los juicios (que no juicio) del procés. Aunque obviamente los hay. La parcialidad de la justicia no es necesario que se la explique. El abuso policial sistémico, tampoco. El racismo, lo pueden cambiar directamente por persecución a una minoría nacional, como acertadamente dijo Gonzalo Boye, que nació en Viña del Mar y no en la Vall d'en Bas.

El día 1 de octubre fue el día más delicado de la historia de los Mossos. Ese día se hubiera podido romper para siempre la confianza entre una parte muy importante de Catalunya y su policía

El cine español se ha atrevido a retratar los Antidisturbios (de Rodrigo Sorogoyen, que ya se atrevió con la corrupción) o ETA, la vez más reciente con Patria (basa en la novela de Fernando Aramburu). Una la emite Movistar + y la otra HBO. Pero estoy de acuerdo con Francesc-Marc Álvaro que ayer dijo en Can Basté que el juicio de los dirigentes del procés, el del major Josep Lluís Trapero, el de Tamara Carrasco o, cuando se haga, el de los siete CDR acusados ​​de terrorismo no los llevará nadie al cine, que es lo mismo que decir a las plataformas. O viene Aaron Sorkin y se pone o difícilmente nadie se atreverá. Bueno, tal vez sí, porque Sorogoyen deja abierta una puerta al 1-O. Pero por ahora sólo se han atrevido con la bromita de Ocho apellidos catalanes. Y eso que, vista la absolución del major Trapero y toda la cúpula de Interior, el escándalo debería empezar a ser mayúsculo en toda España y en el mundo libre, que a veces —a veces— no es lo mismo. Y eso que visto que a la Mesa del Parlament se la ha condenado a 20 meses de inhabilitación y a su presidenta a 11 años y medio de prisión, el escándalo debería empezar a ser mayúsculo en toda España y en el mundo libre, que a veces —a veces— no es lo mismo. Ahora resulta que, claro, no podía haber rebelión porque los Mossos no eran el brazo armado del independentismo. Pero los líderes sociales, los consellers y la presidenta del Parlament se pasaron dos años en prisión preventiva acusados ​​de este delito. Ahora resulta que la Mesa del Parlament sólo desobedeció al Tribunal Constitucional, pero su presidenta está en prisión por sedición, porque en otra vida presidió la ANC.

En fin, deberes para Aaron Sorkin o para Sorogoyen o para quien se atreva —si les dejan las plataformas con centro de decisión en Madrid—, pero también para el conseller de Interior. El día 1 de octubre fue el día más delicado de la historia de los Mossos. Ese día se hubiera podido romper para siempre la confianza entre una parte muy importante de Catalunya y su policía. Tanto si sacaban urnas a porrazos como si no hacían absolutamente nada. Y ya lo saben. Los Mossos no pegaron a ningún votante. Y, también lo sabe ahora todo el mundo, cumplieron con las resoluciones judiciales. Con prudencia y proporcionalidad. Con un equilibrio imposible. He escrito, e insisto, que ese día Trapero salvó a los Mossos. Pues ya que se han llenado tanto la boca de restituir al Govern legítimo —y no lo han hecho—, Miquel Sàmper tiene la obligación política de restituir a Trapero como jefe legítimo de los Mossos. Fue cesado, no lo olviden, por el 155 de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera.