Un amigo periodista de Madrid colgó ayer una historia en Instagram explicando que, como los martes unos alumnos del colegio Pi i Margall dibujan con tiza banderas palestinas en el suelo de la plaza Dos de Mayo, las brigadas municipales de Madrid llevan ya dos martes seguidos limpiando la plaza. E ironiza que es una buena táctica para tener las plazas limpias.

Se llama incentivo.

Este mismo lunes, Josep Martí decía en RAC1 que la ultraderecha dice cosas que han dejado de ser ultras. Es una buena reflexión. Y tiene que ver justamente con los incentivos.

Los más viejos del lugar ya saben qué fue la Guerra Fría. Una lucha entre el comunismo, básicamente la URSS, y el capitalismo liberal-democrático, liderado por Estados Unidos y sus aliados occidentales. Economía planificada, partido único y control estatal versus economías de mercado, democracias parlamentarias y promoción del libre comercio.

Pero fue, justamente, para que el fantasma del comunismo no se extendiera, que ganó peso la socialdemocracia europea, que ofrecía un punto intermedio entre capitalismo puro y comunismo; economías de mercado pero con fuertes estados del bienestar.

¿De qué sirve la ultraderecha? Pues debería servir para que la socialdemocracia tenga el incentivo de volver a legislar y gobernar de modo que a los ciudadanos les parezcan útiles

Por fortuna para los desdichados sufridores del régimen soviético, aquello se acabó, pero por desdicha de los afortunados europeos, el papel histórico de la socialdemocracia perdió su función de puente y se acabaron los incentivos para evitar los excesos del capitalismo.

Y, entonces, el propio PSOE de Felipe González, el Labour de Tony Blair o el SPD de Schröder viraron hacia el centro, por decirlo finamente. De hecho, se puso de moda lo que Tony Blair y Bill Clinton bautizaron como la Tercera Vía: una síntesis entre economía de mercado globalizada y políticas sociales moderadas. Paradójicamente, en Catalunya, la Convergència que heredó Artur Mas quiso reflejarse en esta tercera vía para darse una pátina de izquierdas.

Pero, en el fondo, en la falta de contrapeso está el asunto. Luego vino la crisis financiera de 2008 y los recortes, y muchos ciudadanos percibieron que la socialdemocracia había abandonado su papel de defensora de la justicia social porque derechas e izquierdas eran, en el fondo, lo mismo. De hecho, el PSOE de Zapatero empezó a legislar sobre costumbres y memoria histórica para diferenciarse del PP.

Esa crisis dinamitó el bipartidismo en España, convertido ya en una sola cosa, y abrió espacio para movimientos más a la izquierda, como Podemos, y a fuerzas populistas de derecha, primero Ciudadanos y ahora Vox. Y ahí viene la pregunta. ¿De qué sirve la ultraderecha? Pues debería servir, en Catalunya, en España y el mundo, para que la socialdemocracia tenga el incentivo de volver a legislar y gobernar de modo que a los ciudadanos les parezcan útiles y no tengan que recurrir a extremos que prometen soluciones fáciles a problemas difíciles. Aunque sea por el miedo a perder la poltrona.