Hoy inventaré, creo, un nuevo género periodístico, lo que, en una época en la que ya está todo más que inventado y trillado, tiene, diría, cierto mérito. ¿Qué género? La autocrónica. Sí, haré una crónica sobre un acto en el que participé, yo mismo, como ponente, este pasado jueves. El sitio: la librería Ona de Barcelona. El tema: si la sentencia del Supremo sobre las obras de Sijena —la que obliga al MNAC a devolverlas al monasterio de Sijena— es ejecutable. Dicho de otro modo: si después del pronunciamiento del Supremo existe alguna alternativa que no sea entregar las obras. Adelanto ya la conclusión a la que, en general, llegamos todos los participantes: en condiciones normales —quiero decir, en un mundo en el que el derecho se aplicara por los tribunales de manera imparcial—, sería más que plausible —no seguro, pero sí factible— convencer a la justicia de que cumplir la sentencia en sus términos literales —desmontar las pinturas del MNAC, transportarlas e instalarlas de nuevo en Sijena— genera tales riesgos de dañarlas irremediablemente que, tratándose de pinturas de alto valor histórico y cultural, convendría sustituir la entrega por una indemnización equivalente —por dinero, vaya.

La segunda parte de la conclusión —siempre hay una segunda parte— es, sin embargo, que nos invaden dudas sobre si este será el caso. Sobre si el componente catalanista que indudablemente presenta el caso podrá traducirse, quién sabe, en una actuación judicial implacable y sin miramientos, pese a quien pese, incluidas —este es, precisamente, el drama— las pinturas. También genera dudas la actitud, quizás no suficientemente beligerante —en términos jurídicos, claro está—, que pueda mostrar el Patronato del MNAC a la hora de afrontar el dilema que se le presenta. Lo normal sería, creo, exprimir hasta la última gota las opciones jurídicas remanentes. Todo lo que sea no agotarlas, estas opciones, sería raro, muy raro. Algo inexplicable, por más agendas del reencuentro a las que queramos acudir.

Que una sentencia no se cumpla de forma literal, sino a través de su equivalente económico, no es, ciertamente, el escenario más habitual, pero es perfectamente factible y lo admite abiertamente tanto la ley como la jurisprudencia. Acudir a esta vía no es desacatar la sentencia, sino acatarla de otra forma. La clave radica en demostrar la imposibilidad de ejecutar lo que ordena la sentencia. Imposibilidades hay, como todo en esta vida, de varios tipos: la natural (el bien que hay que entregar ha desaparecido), la jurídica (el bien existe pero lo ha adquirido un tercero y, por tanto, el condenado ya no puede devolverlo), o, en supuestos como el de Sijena, la técnica (el bien lo tiene el demandado y puede, materialmente, entregarlo, pero hacerlo supone una dificultad tan enorme —por las autorizaciones administrativas que hace falta obtener— y puede generar unos perjuicios tan desproporcionados —por el riesgo de afectación irreversible del bien— que lo podemos equiparar a la imposibilidad de entrega). Se divisa inmediatamente que la clave serán, aquí, los informes periciales y técnicos que puedan aportarse al juzgado.

Hasta que Aragón no cumpla, Catalunya no podrá cumplir

La primera gran paradoja del caso Sijena —una paradoja que nos ilustra, antes que nada, sobre la excepcionalidad del caso— es el hecho de que el MNAC, en caso de que quisiera, no podría cumplir voluntariamente la sentencia dentro del plazo previsto en la ley. No puede hacerlo por la sencilla razón de que —dado que la sentencia ordena trasladar las obras al monasterio de Sijena y no constando, de momento, que este presente las condiciones técnicas adecuadas para acogerlas—hacer, ahora, lo que ordena la sentencia supondría incurrir en una descomunal temeridad cultural, administrativa e, incluso, jurídica. Por lo tanto, el MNAC no puede, de momento, cumplir. Hasta que Aragón no cumpla, Catalunya no podrá cumplir. Pero el quid de la cuestión consiste, claro está, en asegurarse de que la extracción, el traslado y la nueva instalación no dañen irreversiblemente las obras. Un riesgo, sin duda, real: son pinturas frágiles que han vivido un incendio; una extracción; un traspaso; un montaje en tela y bastidores de madera, y un añadido de nuevos materiales químicos. Han mutado, de hecho, de pintura mural inorgánica a pintura sobre lienzo con componentes orgánicos. ¿Qué puede ocurrir si se manipulan? Una incógnita, sin duda, pero, siendo bienes de interés histórico y cultural, se impone la obligación de extremar las precauciones, valorar seriamente —e imparcialmente— todos los informes técnicos y, si es necesario, abstenerse de hacer nada. Lisa y llanamente.

No olvidáramos que, de hecho, el Código Penal prevé el delito de causar daños por imprudencia grave contra elementos del patrimonio histórico, y a nadie le gusta que lo obliguen a cometer un delito. Es cierto que el propio Código Penal exime de responsabilidad a quien cometa un delito cumpliendo un deber o ejerciendo un derecho —en este caso, establecidos en sentencia firme—, pero también lo es que el deber y el derecho que reconoce el Supremo no es el de aniquilar unas obras de arte, sino, solo, entregarlas o recibirlas. Con todo, no sería descabellado citar a los Mossos d'Esquadra o a la Fiscalía el día del traslado —si este llega—, aunque sea para "ir avanzando trabajo", como decía mi abuela.

Sobre las obras de Sijena continuaremos hablando, seguro. La heterogeneidad de factores —artísticos, culturales, jurídicos y políticos— que convergen en ellas lo justifica. La autocrónica de hoy la acabaré apuntando algunas pinceladas —¿indicios?— que he localizado en la forma de hacer, el talante, del juzgado de primera instancia que deberá llevar la ejecución y que reforzarían aquellas dudas a las que hacía referencia al principio sobre si la ejecución se desplegará de manera razonable y racional —imparcial, en definitiva. Me ha llamado la atención, por ejemplo, la insistencia en emplear el verbo arrancar —en vez, por ejemplo, de extraer— cuando se refiere al traslado de las obras, después del incendio de 1936, para protegerlas de los riesgos, una vez caído el techo del monasterio, de encontrarse a la intemperie. También sorprende cómo la sentencia sostiene, sin disponer de pruebas, que habría sido posible evitar el arranque si se hubieran contemplado otras alternativas. O cuando deduce que se habría podido instalar un nuevo techo del monasterio del simple hecho de que no conste que no fuera posible —sin tener suficientemente presente, aparentemente, el contexto de Guerra Civil de los días en cuestión y la urgencia de la situación. O, finalmente, cuando no le parece convincente el argumento del perjuicio que genera desmembrar la colección del MNAC por el hecho de que precisamente antes, en 1936, se desmembró la colección de Sijena, sin tener suficientemente presente, de nuevo, el contexto de Guerra Civil y el incendio que motivaron el arranque, como lo llaman. Uno diría que a este modo de razonar podría subyacer una determinada preconcepción de los hechos y del resultado final donde debe conducir el procedimiento judicial. Lo que se nos impone es, por tanto, permanecer atentos al futuro más inmediato. Una cosa es ser escépticos —que lo somos— y otra muy distinta es desentenderse y no luchar jurídicamente por la conservación y preservación de unas obras a las que estamos de acuerdo de otorgar un peso artístico, histórico y cultural relevante.