Las agendas a rebosar, las consiguientes prisas por llegar a todo —¡y más!— y las horas de más que pasamos en las redes sociales para acabar de complicar aún más la logística diaria, no nos permiten ver más allá de las obligaciones que nos hemos impuesto (una treintena de actividades al día, la mayoría de las cuales son completamente innecesarias para nuestro bienestar, pero muy útiles para satisfacer los deseos de los demás y para no pensar) y de las que no tenemos más remedio que cumplir (trabajar —al menos— ocho horas al día para poder comer e ir de viaje cada quince días y hacérselo saber a todo el mundo a través de Instagram). Todo este torbellino de actividades hechas a toda pastilla —porque el día no tiene más de veinticuatro horas, y, en el caso de que fuera así, haríamos más para seguir estando estresados— hace que durante el año nos olvidemos de lo que es realmente importante: el amor. El amor: un sentimiento, una necesidad fisiológica y psicológica, una condición sine qua non para ser felices e, incluso, para sobrevivir. Hay más de un estudio que demuestra que un niño que no recibe amor corre el riesgo de morir o de desarrollar enfermedades físicas y/o mentales. Así que no es ninguna broma lo que nos jugamos con todo esto.

Tenemos tiempo para todo menos —curiosamente— para dedicarlo a la familia y a los amigos. Solo encontramos un poco de tiempo cuando se mueren, para hacer un tuit o para colgar una historia de Instagram para explicar lo especial que era cuando estaba vivo. La mayoría de la gente “vive” en piloto automático hasta que se muere. Solo hay un momento al año en que parece que hacemos el esfuerzo de mostrar un poco de interés por lo que hay más allá de nuestra nariz y de nuestro estrés diario: cuando llega la Navidad, los días en que Netflix ofrece un catálogo más amplio de comedias románticas navideñas para verlas acurrucados en el sofá con la familia mientras digerimos los cuarenta canelones, los treinta litros de escudella y los turrones para que todo baje mejor.

El amor es un intercambio constante de calor que mejora la calidad de vida de todo el mundo, tanto de la gente que lo recibe como de la gente que lo da, porque una cosa lleva a la otra (como la escudella y la carn d'olla)

Originalmente, la Navidad era la festividad para celebrar el nacimiento de Jesús y servía para recuperar y practicar —al menos durante unos días— el amor al prójimo, la humildad y la caridad. Actualmente (hace ya unos cuantos años), la Navidad se ha convertido en la época del año más consumista —por eso tres meses antes ya colocan las luces de Navidad en todas las ciudades de Catalunya, no para recordarte que ames al prójimo como a ti mismo, sino para guiarnos hasta el centro comercial más cercano. Parece que ahora el amor es directamente proporcional al dinero que te gastas comprando regalos. Parece que el amor se puede convalidar con regalos y así la culpa disminuye y se hace más soportable. Con esto no estoy diciendo que no se deban hacer regalos, digo que es mucho más fácil y rápido comprar un objeto que hacerlo tú o que dedicar un rato de tu tiempo a la gente que quieres cada día del año —una actitud que nos beneficia a todos, porque el amor es un intercambio constante de calor que mejora la calidad de vida de todo el mundo, tanto de la gente que lo recibe como de la gente que lo da, porque una cosa lleva a la otra (como la escudella y la carn d'olla): quien da, recibe; quien recibe, da, y el significado de dar y de recibir acaban convergiendo y siendo una misma cosa.

A todo este consumismo se ha sumado la moda actual de querer ser el centro del mundo y de mirarnos el ombligo todo el día. Confundimos churras con merinas; el narcisismo con el amor propio. Cuando de sobra es sabido que en todas las cuestiones los grises son los que más se acercan al equilibrio. Hay que dar sin esperar nada a cambio; pero tampoco tienes que pasarte noche y día dando y olvidarte de ti. Ni tampoco es bueno pasarse el día delante del espejo y olvidar a la gente que te rodea. Si todos ayudáramos a los demás —siempre que nos fuera posible y no nos supusiera un descalabro—, el mundo iría mejor que comprando compulsivamente regalos de Navidad que luego se quedan en el fondo de un armario. El amor que das nunca se queda en el fondo de un armario, al contrario, circula. El amor genera amor y se esparce rápidamente como una epidemia. Cuando alguien hace un acto de amor, puede alegrar el día a alguien más, y ese alguien más, de rebote, a una tercera persona, y así ad infinitum. Seamos más creativos y amemos, nos sale mucho más a cuenta (en todos los sentidos). ¡Feliz Navidad a todos!