Este pasado fin de semana, la secta tuitera de la tribu sufrió un ataque de angustia a causa del posible cierre repentino de Twitter. La nuestra es una época que vive el colapso de una forma bastante curiosa —a saber, deseando y anticipando el ocaso con un frenético masoquismo— y la hipotética muerte (o hibernación) del nuevo juguete del adorado Elon Musk se llenó de despidos lacrimales y panegíricos horteras, ideales para certificar que Twitter es y seguirá siendo primordialmente una maravillosa fábrica de entretenimiento banal. De hecho, la mayoría de tuits que especulaban el fin de esta aplicación (nadie creyó extraño que un empresario se gastara miles de millones de dólares para comprar un trasto... y chaparlo a continuación) se parecían a aquellas frases lapidarias que se pretende escupir antes de palmar y que acaban convertidas más bien en bisutería moral de autoayuda.

Twitter no ha muerto, pero la comezón placentera para celebrar el funeral habla mucho y mucho de una civilización que se afana histéricamente por el apocalipsis. Esto de anticipar el fin de la humanidad es una manía bastante curiosa del presente; lo muestra la narrativa televisiva norteamericana, que renació de la autocomplacencia con Lost (2004-2010) y todavía hoy nos inunda con más de una serie apocalíptica por año. La pequeña muerte de Twitter enseña que la preparación para el fin de los tiempos tiene mucho más interés que el ocaso mismo y habla mucho más de nuestra morbosidad por el despido del mundo que de un cataplum bien próximo. Los habitantes del mundo tuvieron en el cambio de Milenio o en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (una pelea inaudita en la historia de la humanidad) avisos de colapso mucho más serios.

No es que el mundo se acabe, sino que nos sentimos profundamente cansados de una historia que se empeña en repetirse y de la cual intentamos curarnos a base del calor inmediato de likes y retuits

Esto nuestro no pasa de la morbosidad decadente de una sociedad que va olvidando los privilegios de la antigua clase media y que llora el glamur del poder de los Estados ochocentistas. No es que el mundo se acabe, sino que nos sentimos profundamente cansados de una historia que se empeña en repetirse y de la cual intentamos curarnos a base del calor inmediato de likes y retuiteadas. Diría que Elon Musk ha entendido que todo esto va de espectáculo y ha tenido la genialidad de convertir la evolución de su nueva empresa en parte del circo. Hay que ser muy ingenuo (o burro) para pensar que la estrategia comercial/empresarial del magnate yanqui se basa en sus propios y erráticos tuits. Contrariamente, diría que Musk está divirtiéndose mientras pone la banalidad de la mayoría de nosotros ante el espejo. Es normal, pues, que en el momento de sacarnos el juguete se mee de risa viendo nuestros últimos tuits.

A mí me gusta imaginarme el fin del mundo como una cosa mucho menos heroica de lo que se acostumbra a cavilar. Cuando las cosas se acaben de verdad, el atardecer de los dioses nos cogerá con los meados en el vientre y en las situaciones menos heroicas que podamos imaginar. Y lejos de decir una frase para el recuerdo antes de que todo se haga oscuro, diría que nuestra última voluntad se parecerá bastante a los tuits del falso despido de Twitter: un pedo sin más trascendencia. En eso, los humanos también nos sentiremos decepcionados de nosotros mismos: habíamos soñado un fin propio de titanes, y la cosa no pasará de un pequeño "ay", de un "pásame la sal" o de un "a qué hora empieza el Crims"?. El único cambio real es que ya no habrá nadie para registrarlas.