La España moderna, imprecisión lingüística referida a la época tardofranquista, ha dado grandes nombres a la arquitectura. Hace pocos días falleció el admirado Oriol Bohigas y hace tan solo unas horas, otro de los grandes, Ricardo Bofill. Son solo dos nombres entre los representantes de una era con un excepcional nivel de producción arquitectónica. España y, más concretamente Barcelona, ha dispuesto del repertorio de encargos más variado, extenso y sugerente. Pero, sobre todo, homogéneo.

Sobre este último punto me permito extenderme para conseguir que se entienda lo que a continuación voy a escribir. La homogeneidad en la arquitectura no es solo lenguaje, formas, composición volumétrica, dicho de otro modo, fachadas y materiales. Es más profundo, proviene del origen del proyecto, de la manera que el arquitecto entiende su encargo. Las frases iniciales que se apuntan en una libreta, las primeras reflexiones, incluso los bocetos que después se convertirán en planos proyectuales. Y, si fuéramos sinceros, la homogeneidad en la arquitectura, como en tantas otras cosas, tiene que ver con la base cultural, con la actitud social.

Ahí está Bofill iniciando su perfil creativo. Nacido en Barcelona en diciembre de 1939, de padre constructor y madre de origen italiano, estudió en Virtelia e inició la carrera de arquitectura en la ETSAB. Expulsado del campus por motivos políticos nunca bien explicados (1957), acabó la carrera en Ginebra.

Sus conexiones con la Barcelona intelectual y el marcado carácter de liderazgo marcaron los primeros años profesionales. Fundó en Barcelona (1963) el Taller de Arquitectura con Salvador Clotas, Manuel Núñez, Goytisolo y la actriz Susana Vergano, con quien tuvo un hijo en 1965. Imprescindible añadir la colaboración siempre presente de su hermana arquitecto, Anna Bofill.

Aquella época fundacional que duró años y encumbró al arquitecto fue el embrión de un movimiento que resistió el paso del tiempo, con obras tan ejemplares como las casas de Sebastián Bach, plaza San Gregorio, calle Nicaragua en Barcelona, o la muralla de Calpe y la obra más conocida, Walden 7. Obras realizadas con mano de maestro, tocadas con elegancia compositiva y una fuerza constructiva inesperada. Han sido para muchos de los arquitectos barceloneses de los años 60 y 70 verdaderas referencias de género, modelos habitacionales que, lejos de pertenecer a una élite indiscutible, se constituyen en un modelo social adaptado a la realidad urbanística de las nuevas ciudades españolas.

Para Bofill, sin embargo, solo significó un primer paso. Sus aspiraciones internacionales y su talante cosmopolita lo llevaron primero a Francia, donde a la sombra de la grandeur proyectó barrios enteros, plazas, avenidas, casi ciudades, con una voluntad de crear un modelo urbano repetible. Fue, a pesar de estos valores, un precursor que cayó en la trampa del narcicismo postmoderno. Su capacidad de empuje fue por delante de su formalidad neoclásica y lo llevó hasta el Teatre Nacional de Cataluña, acabado en 1997, en plena marea postolímpica.

Bofill conservó un pie en Barcelona y otro en el mundo, consiguiendo, hay que recordarlo, grandes y exitosos encargos. Quiero destacar, porque lo considero un brillante proyecto, con un gran resultado de opinión y un funcionamiento impecable, el aeropuerto de Barcelona (primero la T1, después la magnífica T2), premio al mejor aeropuerto del sur de Europa. En mi opinión, uno de los aeropuertos más fáciles de entender y de utilizar del mundo.

Los despachos de Bofill han recibido encargos de todos los países. Los Rothschild le encargan la ampliación de las bodegas de Pauillac. Construye dos ciudades en la banlieue de París, Abraxas en Marne-la-Vallée y Les Arcades du Lac en Saint-Quentin-en-Yvellines, trabaja en la remodelación de la ciudad de Kobe en Japón y levanta una gigantesca torre para United Airlines en Chicago, y un hotel Vela en el puerto de Barcelona.

Bofill, seguramente, no ha querido ser un arquitecto homogéneo, basta con que el mundo lo recuerde como el más internacional y prolífico de los arquitectos españoles: Gaudí construyó veintiséis edificios, Ricardo Bofill casi mil. Bofill vivió con singular pasión su oficio de arquitecto y su vocación de creador. Incursiones en la literatura y en el cine son solo efímeras expresiones de su potencia vital. La Creu de Sant Jordi y la medalla de Officier de l´Ordre des Arts et des Lettres, concedida por el Ministerio de Cultura francés, deberían figurar en su homenaje final.