"Tampoco tengo ninguna ambición de volver a la arena política, ni electoral ni institucional". "La respuesta —a si volverá a la primera línea de la política— ahora es no", pero "la vida cambia mucho y no sé qué pasará en el futuro, todo está abierto". Las dos frases son de Artur Mas. Entre una y otra hay casi dos años de diferencia —veintitrés meses exactos— y ambas corresponden a entrevistas publicadas en La Vanguardia, la primera el 24 de enero del 2022, la segunda el 24 de diciembre del 2023. En la primera cerraba la puerta del retorno a la política activa, en la segunda la deja abierta. Una sutil diferencia que, tratándose de quien se trata, puede significar muchas cosas.

Después de Jordi Pujol y Pasqual Maragall, y a una distancia considerable, Artur Mas es probablemente el presidente de la Generalitat de la etapa contemporánea que, junto con Carles Puigdemont, mejor ha conectado con la gente, a pesar de un comienzo complicado y nada halagador por la imagen fría y distante que transmitía. Pero como persona lista y político hábil que es se ha acabado ganando un lugar en la escena política de Catalunya que, por ahora, no está dispuesto a perder. Como expresidente no ha tenido la costumbre de interferir en el día a día de sus sucesores, pero tampoco se ha sabido quedar callado y no se ha abstenido de intervenir en la vida pública siempre que le ha parecido. A falta de un balance global, de momento será recordado como el president de los recortes, a manos del que iba a ser el gobierno de los mejores, que acabó tirado a la papelera de la historia por la CUP.

Una vez llegado por fin a la presidencia de la Generalitat, a finales del 2010 tras una larga travesía del desierto, le tocó gestionar la penuria de unas finanzas públicas afectadas por la manga ancha con la que se habían administrado hasta entonces a pesar de la crisis de 2008 y aplicar unas medidas de austeridad draconianas que dejaron tocados sectores claves como el sanitario y el educativo, que aún hoy no se han recuperado. Fue la prueba del gafe que, según algunos, ha perseguido siempre su carrera política. Una vez en el poder, pronto se olvidó del espíritu de la protesta del 10 de julio en Barcelona contra la sentencia del Tribunal Constitucional que recortaba el Estatut al que tanto había apelado durante la campaña electoral —la primera en la que se gritó masivamente a favor de la independencia— y se fijó como objetivo de la legislatura la consecución del llamado pacto fiscal, un sistema de financiación al estilo del concierto económico del País Vasco, y no se cansó de pedir que la ciudadanía lo defendiera en la calle. La respuesta la tuvo en la multitudinaria manifestación del Onze de Setembre de 2012 también en Barcelona, en la que la gente clamó no por el pacto fiscal, sino de nuevo por la independencia, con pancartas dirigidas a Artur Mas en las que así se lo explicitaban. 

Que haga lo que tenga que hacer, pero esta vez sin hacerse pasar por lo que no es, y que no espere, en todo caso, que la bolsa abstencionista del independentismo le deposite su confianza

Astuto como es, corrió a ponerse al frente de este inesperado movimiento independentista. No por convicción, sino por necesidad, para evitar que le pasara por encima y con la intención de controlarlo y guiarlo a su terreno. Pero no se salió con la suya. En vez de enfriarlo, no le quedó más remedio que seguir adelante y cada vez la bola se hacía más grande. Él bien que pedía gráficamente a la gente que no lo empujaran por detrás, sino que se pusieran a su lado y fueran a su paso, porque si no lo harían tropezar y caería, pero no le hicieron caso. Y así hasta que, tras el invento fallido de Junts pel Sí (JxSí), la coalición entre CDC y ERC para las elecciones catalanas de septiembre de 2015 que se quedó muy lejos de la mayoría absoluta, a comienzos del 2016 la CUP lo envió a casa mucho antes de lo que él tenía previsto. Ese mismo año pilotó la refundación de CDC, que el tiempo ha demostrado que fue otro error y un auténtico fracaso —atribuibles en exclusiva a su persona por la voluntad de desmarcarse de la confesión de Jordi Pujol de que había tenido dinero oculto irregularmente en Andorra—, como lo certifica el hecho de que el heredero, el PDeCAT, ha tenido que bajar la persiana siete años después de constituirse por falta de clientela.

Después de todo, ahora viene a reconocer lo que siempre había sido obvio, que fue un independentista de circunstancias. Pero se equivoca cuando atribuye a la gente, a la falta de apoyo popular, que en estos momentos el proyecto independentista no tenga las condiciones para salir adelante. La responsabilidad de que esto sea así es de los partidos —JxCat, ERC y la CUP—, que tampoco nunca habían sido independentistas de verdad y que tras el fiasco de octubre del 2017 —la pantomima de las declaraciones de independencia del 10 y el 27— regresaron al autonomismo de toda la vida. Es entonces, y no ahora, cuando se acabó el procés catalán. Y se vuelve a equivocar cuando augura que si estos mismos partidos no obtienen mayoría en las próximas elecciones catalanas, a comienzos del 2025, será porque los catalanes querrán que el proyecto independentista quede aparcado. Al contrario, son los partidos los que hace tiempo que han renunciado a él y los que han llevado a un grueso importante de electores a dejar de votarlos —a abstenerse— precisamente porque no son independentistas y, por lo tanto, no los representan. No debe confundirse el descenso de ERC, JxCat y la CUP con el descenso del apoyo a la independencia, y él lo hace a propósito.

Que está bien que ahora JxCat negocie con el PSOE, que el gran tema político entre Catalunya y España vuelva a ser, más de diez años más tarde, el pacto fiscal, que lo más importante sea resucitar conceptos como el de aprovechar la fuerza de los partidos catalanes en Madrid, y que él quiera volver a la primera línea de la política para liderar todo esto, adelante. Que haga lo que tenga que hacer, pero esta vez sin hacerse pasar por lo que no es, y que no espere, en todo caso, que la bolsa abstencionista del independentismo le deposite su confianza. Y lógicamente, si lo hace, lo hará en nombre de JxCat, que, aunque sea con retraso, ha acabado heredando, para bien y para mal, el legado de CDC, que en parte es también el legado de Jordi Pujol y del propio Artur Mas.

Si finalmente se decide, sobre todo si la caverna española se sale con la suya de no dejar que Carles Puigdemont se beneficie de la aplicación de la ley de amnistía, en enero del 2025 cumplirá 69 años. Una edad que no debe ser obstáculo para ir a unas elecciones después de que otros candidatos la hayan superado sobradamente: Xavier Trias se presentó a las municipales del 2023 en Barcelona a punto de cumplir 77 y Ernest Maragall lo hizo con 80, y Joe Biden ahora tiene 81 y quiere volver a concurrir a la carrera presidencial de Estados Unidos de este año. El principal hándicap será hacer frente a la sentencia de que nunca segundas partes fueron buenas.