Sigo con atención la intervención de Pedro Sánchez frente al Congreso, el miércoles por la mañana. Se me ocurre, mirando la transmisión en directo, que muy poca gente aguantaría ser Pedro Sánchez. Quiero decir: imaginemos que un buen día usted apaga el despertador, entra en el baño y al abrir la luz descubre que usted ya no es usted sino que es Sánchez. Y que no se encuentra en casa suya sino en la Moncloa. ¿Cuántas horas aguantaría siendo el presidente del Gobierno? No hablo de un día como el miércoles, sino de cualquier otro día laborable normal, si se puede decir así. ¿Unas horas solo, un día o dos, una semana? Eso nos lleva ineludiblemente a la cuestión del porqué. ¿Por qué alguien se hace político y, sobre todo, por qué alguien se aferra al cargo pase lo que pase, al precio que sea? Pienso ahora en algunos casos concretos que he conocido más o menos de cerca.
Es completamente cierto que hay gente que en la política ha visto una forma de ganarse la vida mucho mejor de lo que lo lograría fuera de ella. No hablo de estos casos. Descartamos esta tipología concreta, por otra parte, tan antigua como la propia política, porque lo que me interesa es hablar de otro tipo de político. De ese que, a pesar de los horarios infinitos, los fines de semana, ir de aquí para allá, el ritmo frenético, las angustias constantes, los problemas, el dislocamiento de la vida personal y familiar, etcétera, a pesar de todo eso, sigue pegado al cargo, agarrándose a él con uñas y dientes, de un modo prácticamente animal. Visto desde fuera y haciendo un esfuerzo de objetividad, fácilmente llegaremos a la conclusión de que todo ello no vale la pena, de ninguna manera. Son personas, estas a las que me refiero, preparadas, buenas gestoras y en muchos casos con talento de sobra. Personas, hombres y mujeres, que podrían perfectamente disfrutar de una muy buena vida lejos de la política. Personas sobre las cuales quienes trabajan o han trabajado con ellas tienen un buen concepto. Son profesionales a quienes, al revés de lo que sucede a menudo en casos como los mencionados primero, el paso por la política no ha hecho inviable el retorno a su profesión. No han quedado ni obsoletos ni descatalogados. Al contrario, seguramente su trayectoria en política les brindaría incluso más oportunidades y les abriría más puertas.
Tiene que haber algo en la política que es adictiva, muy adictiva
La pregunta, que hace mucho que me hago, vuelvo al principio, es: ¿por qué? ¿Si podrían cobrar más o mucho más dinero en un sitio equiparable en el mundo profesional, si su vida es invivible, por qué se aferran a la política? A estos dos elementos hay que añadir otro, el de la exposición pública. Las críticas a menudo indocumentadas o del todo interesadas, los ataques personales, los insultos. A ello hay que sumar, además, la erosión de la privacidad asociada a determinados puestos. Recuerdo ahora el caso paradigmático del conseller de Política Territorial i Obres Públiques Jaume Roma, que tuvo que marcharse víctima de falsas acusaciones de corrupción. Las acusaciones respondían, pura y directamente, a un intento de chantaje. Tres años después, una vez absuelto de todo por la justicia, fue a ver a Jordi Pujol. Roma entregó al todavía president un volumen de fotocopias de 397 artículos publicados en la prensa escrita —solo en la prensa escrita— sobre los delitos de los que se le había acusado. En la última hoja había una información distinta. En un recorte minúsculo en el que se podía leer: "El exconseller Roma ha sido exonerado de todos los cargos". Lo narra Pujol en sus memorias. Como este caso, se han producido a espuertas, tanto en la política catalana como española y de todas partes. Pero es que ahora la cosa es mucho peor, con las redes —a menudo un auténtico estercolero— inundándolo todo, penetrando en todos los rincones.
Mi pregunta es, ¿cuál es el propósito último —en términos, incluso, de Viktor Frankl— que mueve a estas personas, las cuales, a pesar de los exorbitados peajes que tienen que pagar, no abandonarían la política por nada del mundo? Mi conclusión, que nace, lo reconozco, de la estupefacción, de la incomprensión, es que tiene que haber algo en la política que es adictiva, muy adictiva. Algo que actúa como una droga muy potente. No hablo solos de la sensación de poder (¿el director general de una multinacional no la experimenta, esta sensación?). Es algo que quizás está conectado con el poder, pero no es exactamente el poder. Está claro que hay excepciones, y que esta droga no llega a secuestrar la voluntad y el entendimiento de todo el mundo. Esta droga asociada a la política no es infalible y a veces no produce su resultado. Hay gente inmune, que no cae en ella y que, ciertamente, como es normal, pronto se da cuenta de que el precio a pagar es demasiado alto, inasumible, y sencillamente lo deja estar y vuelve a su entorno profesional. Pero hay otros casos en los que la droga tiene un gran efecto, un efecto irrefrenable y, en muchos aspectos, devastadores. Son personas que, debo suponer, han sufrido en sus genes algún tipo de mutación extraño y decisivo que los hace vulnerables, que hace que la política les convierta, literalmente y por encima de toda consideración o cálculo, en sus frenéticos esclavos, en una especie de zombis en permanente huida adelante.