La mayoría de cronistas de la política tribal han destacado el hecho de que, en el monólogo presidencial del pasado Sant Esteve, nuestro pequeño Molt Honorable no dijera ni una sola vez la palabra referéndum. El comentario, objetivamente esmerado, comporta que muchas de las mismas plumas aventuren el fácil vaticinio según el cual no habrá referéndum en este recién estrenado 2023 (ayuda también que este sea un año de gran carga electoral en toda España y, de paso, que Pedro Sánchez —el único político que podría convocarlo en todo el planeta Tierra— ya se haya apresurado a recordarnos que antes permitiría hacer quemar viva a su descendencia). Todo esto es obvio con respecto al reino de los hechos, pero hay que recordar que incluso las descripciones de lo más exacto siempre son parciales y que el alejamiento del referéndum no es un producto mágico del contexto político que vive Catalunya.

Aunque no se aplicara, el 1-O nos inoculó dos ideas trascendentales e irreversibles en el lenguaje de la cosa pública. Primero, que Catalunya no será un colectivo de ciudadanos normal hasta que no vote sobre la independencia (que no sobre un determinado estatuto, pacto de claridad o su tía en patinete) o, dicho de otra forma, que el pueblo solo se liberará decidiendo algo que sobrepase los falsos callejones sin salida con que los partidos del independentismo autonomista pretenden engordar caras y cartera. En segundo lugar, y perdonad que me ponga metafísico, el referéndum demostró algo aparentemente sencillo pero fundamental como es su propia esencia existente. Dicho de una manera más clara; el 1-O manifestó que el referéndum siempre se podía hacer (incluso dentro de la excepcionalidad judicial y en un entorno de coacción de la pasma) mediante un simple acto de voluntad política.

Sánchez y Junqueras están trabajando para llegar a un simulacro de referéndum que no refrende nada o, a la manera española, para que los catalanes acaben poniendo el sello de apariencia democrática a un pacto urdido y sellado en los despachos de Moncloa

La idea precedente puede escribirse de nuevo de una forma todavía más comprensible, incluso por la mayoría de políticos catalanes: a saber, la única forma de no hacer el referéndum (o de impedirlo, que para el caso que nos ocupa es lo mismo) es no quererlo hacer. Es en este punto donde la commonplace periodística —bien perezosa cuando toca enmendar las mentiras de Esquerra— dice las cosas a medias; porque el titular aquí no sería que el Espíritu Santo no permitirá la celebración de un referéndum el año 2023, sino que el Govern no quiere aceptar el riesgo de convocarlo, organizarlo y, en caso de victoria afirmativa, de aplicarlo. La enmienda no es propia de un sabelotodo del lenguaje como servidor, sino una condición de base para situar la responsabilidad (o, para el caso que nos ocupa, la inacción) en el tablero de quien es más justo. Si no habrá referéndum, en resumen, es únicamente por falta de iniciativa de los convocantes.

Pero con sus alehops conceptuales, el procesismo no suele escondernos una sola mentira. Con toda esta mandanga del retorno del "derecho a decidir" y las apelaciones a un "pacto de claridad", Aragonès y Junqueras no querrían presionar a Pedro Sánchez para que se avenga a convocar un referéndum. Contrariamente, como ya avanzó José Luis Rodríguez Zapatero, tanto el PSOE como Esquerra están trabajando para crear una nueva normalidad política y judicial que consiga aprobar la mayoría del Estatut del 2006 en su versión original, previa al recorte del Tribunal Constitucional. Eso explicaría los apremiados cambios de mayoría en la altísima corte de jueces los cuales, lejos de explicarse por un deseo repentino de renovación y de imparcialidad, solo buscan un entorno propicio para aprobar los cambios legales propuestos por el bipartito PSOERC durante el próximo lustro.

Dicho todavía de otra manera; Sánchez y Junqueras están trabajando para llegar a un simulacro de referéndum que no refrende nada o, a la manera española, para que los catalanes acaben poniendo el sello de apariencia democrática a un pacto urdido y sellado en los despachos de la Moncloa. Todo eso se enmarca, tengo que insistir, en el tic fraudulento de la mayoría de nuestros políticos según el cual se podrá actuar como si el 1-O no hubiera existido. La gracia del tema no es solamente que borrar el pasado siempre comporte una malversación de la verdad: el problema es que, políticamente, nunca acaba de funcionar. Primero, porque la gente tiene memoria y, en segundo lugar, porque cuando se prueba la libertad, nadie puede hacerte retroceder en la casilla del albedrío (como están demostrando muy bien los ucranianos). Así pues, estad todos en guardia, no les compréis las mentiras ni los retrocesos y, sobre todo, no los votéis nunca más.

Este 2023, eso sí, seguiré escribiendo siempre que haga falta. No os preocupéis, que conmigo no podrán.