En los últimos días, la Flotilla de la Libertad ha vuelto a ser objeto de ataques mediáticos y políticos. Las críticas no se han quedado en la burla de siempre —“performance inútil”, “excursión propagandística”— sino que han dado un salto cualitativo: han llegado a equiparar una misión humanitaria con el terrorismo. Pilar Rahola llegó a escribir en un tuit: "Greta Thunberg, Jaume Asens y Ada Colau navegando con terroristas. Hay izquierdas que, en vuestro odio, llegáis al delirio". Isabel Díaz Ayuso, por su parte, comparó las protestas propalestinas en la Vuelta con ETA. Este paso de la ridiculización a la criminalización es grave: no solo deslegitima, sino que prepara el terreno para la represión.
El mecanismo no es nuevo. Ya se había aplicado a movimientos sociales. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) fue acusada de connivencia con ETA por dirigentes del PP. También el independentismo catalán ha sido señalado con la misma etiqueta. Incluso, el Tribunal Supremo abrió una causa por terrorismo contra Carles Puigdemont y Ruben Wagensberg a raíz de las movilizaciones de Tsunami Democrático. Equiparar una protesta masiva y pacífica con la violencia armada obedece a un patrón claro: cuando no se puede vencer la disidencia en lo político, se la criminaliza. Pero cuando se aplica en contextos coloniales y de guerra, la escala cambia. Ya no se trata solo de desactivar la disidencia, sino de abrir la puerta a formas de violencia mucho más graves —desde la persecución y el encarcelamiento hasta el asesinato selectivo o, en el caso de los pueblos ocupados, el exterminio planificado.
La historia está llena de ejemplos de ello. Primero se deshumaniza: se degrada al otro para hacerlo eliminable sin reservas morales. Los nazis llamaban "parásitos" a los judíos. El apartheid en Sudáfrica, "seres inferiores" a los negros. En las colonizaciones europeas, los pueblos originarios eran “salvajes” o “primitivos”. Hoy, Israel describe a los gazatíes como “gusanos” o “infrahumanos”. Esta es siempre la primera fase: desnudar de humanidad al adversario.
La segunda fase llega cuando algunas de estas víctimas se resisten a su aniquilación: entonces se las acusa de "terroristas". Así fueron señalados los opositores al nazismo en Europa, el FLN argelino, el Viet-minh en Vietnam, o Mandela y aquellos que luchaban contra la segregación en Sudáfrica. En el caso de Israel, la eliminación de los niños y niñas se justifica también con el argumento de que son los "terroristas del futuro". La perversión llega al punto de dar la vuelta al relato: el verdugo se presenta como víctima y la víctima es acusada de ser la culpable de su propia muerte. Israel, por ejemplo, invoca constantemente la "legítima defensa". Pero, según el derecho internacional, este derecho no existe en un territorio ocupado ilegalmente. La propia ocupación es la fuente de la violencia. Sin embargo, el pueblo ocupado sí tiene derecho no solo a la autodeterminación, sino también a resistir, incluso con la resistencia armada.
Etiquetar de “terrorista” a la Flotilla es un señalamiento que puede traducirse en detenciones, encarcelamientos, torturas o incluso asesinatos
Esta inversión semántica también se produce en el caso de la Flotilla. Y puede tener consecuencias materiales. Etiquetar de “terrorista” a la Flotilla es un señalamiento que puede traducirse en detenciones, encarcelamientos, torturas o incluso asesinatos. Ya ocurrió en 2010, cuando la marina israelí mató a diez activistas del Mavi Marmara en aguas internacionales. Ha ocurrido este 2024, con un ataque con drones a un barco humanitario, provocando un incendio y heridos, y con el asesinato de siete cooperantes de World Central Kitchen, en una misión conjunta con Open Arms, a pesar de ir claramente identificados y en zona desescalada. Netanyahu ha matado a cientos de médicos, periodistas y trabajadores humanitarios. Criminalizarlos antes es el paso previo para legitimar su muerte después. Existe incluso una unidad militar especializada en difamar a periodistas y activistas para convertirlos en objetivos eliminables sin coste político. Este mismo martes, uno de los barcos de la Flotilla ha sido atacado mientras estaba en el puerto de Túnez; una prueba más de que Israel no solo quiere silenciar a Gaza sino también a aquellos que intentan ayudarla.
Por eso, la diferencia entre Ayuso y Rahola es significativa. Ayuso utiliza la palabra terrorista como insulto doméstico, para polarizar y agitar. Rahola, en cambio, repite casi literalmente la narrativa oficial del Estado israelí, que ha amenazado con tratar a los tripulantes de la Flotilla como terroristas. Y prepara el terreno para que cualquier ataque pueda ser presentado como legítima defensa.
La responsabilidad de las palabras es enorme. Lo recordaba Hannah Arendt: las palabras, cuando se vacían y se repiten como clichés, hacen que el mal se convierta en banal, cotidiano, digerible. Y lo enseñaba Frantz Fanon: la colonización no se conforma con dominar cuerpos y tierras. Coloniza también el pensamiento, la memoria, el imaginario. Cuando se repite sin filtros el relato del opresor, se está ayudando a colonizar la realidad.
Ninguna violencia se ha sostenido sin antes deformar el lenguaje. Y ninguna resistencia ha sobrevivido sin antes rescatar las palabras de la boca del opresor. Por eso, resistir hoy significa también defender las palabras. No aceptar la semántica del exterminio y sus cómplices. Denominar con precisión. Decir genocidio al genocidio, víctima a la víctima, verdugo al verdugo. Cada palabra invertida abre la puerta a un crimen, y cada palabra defendida mantiene viva la posibilidad de la justicia y la verdad. En el gueto de Gaza, como antes en Sudáfrica o en la Europa ocupada, denominar con dignidad es el primer acto de desobediencia ante el horror.
Cuando la palabra terrorista se aplica a quien salva vidas o quiere romper un bloqueo ilegal, se atraviesa una línea roja: la que convierte el lenguaje en cómplice del crimen. Visto desde esta perspectiva, hay que decirlo con gran claridad: la Flotilla no “navega con terroristas”, sino con personas que se ponen en juego para aliviar el sufrimiento de una población asediada por uno de los genocidios más espantosos después de la Segunda Guerra Mundial.
Como recordaba la relatora de la ONU, Francesca Albanese, estas personas hacen lo que deberían hacer los gobiernos: cumplir con el mandato del derecho internacional. El ejército israelí, si las ataca, cometerá crímenes de guerra y de lesa humanidad en aguas internacionales, como ya reconoció la Corte Penal Internacional en 2014. Por eso, acusar a la Flotilla de terrorismo es ponerla en el punto de mira de Netanyahu, acusado de genocidio por el Tribunal de La Haya, y sobre quien recae una orden de detención internacional. Banalizar el concepto de terrorismo y a sus auténticas víctimas. Y es, al mismo tiempo, disparar contra el último muro de contención: el derecho internacional y la memoria de los “nunca más”.