A inicios de la invasión rusa de Ucrania y ante el encaprichamiento de la mayoría del planeta democrático con Volodímir Zelenski, nuestro campechano Josep Borrell i Fontelles disparó una cosa tan antipática (y cierta) como que Ucrania no ganaría la guerra contra Rusia. Lejos de ser pesimista, el alto representante de la UE para Asuntos Exteriores recordaba una cosa tan sencilla como el sentido tradicional de "vencer" un conflicto armado implicaría ver tanques ucranianos paseándose alegremente por Moscú, imagen poco probable, y que el máximo que Europa podía garantizar a Zelenski era armamento y pasta gansa como para permanecer con las fronteras intactas. Dos años después del inicio de la pugna, el poder militar de Rusia continúa prácticamente intacto y la posibilidad de que los EE. UU. bloqueen la ayuda de misiles a Zelenski empieza a hacer peligrar esta simple resistencia.

A cada signo de supervivencia o de ofensiva de Ucrania, la población europea reaccionaba como si la caída del zar Putin fuera prácticamente inmediata. La tozuda realidad, no obstante, ha demostrado que el líder ruso se sacudió lo bastante fácilmente contingencias como la rebelión del grupo Wagner (recordemos que su líder, el antiguo "chef del presidente" Ievgueni Prigojin, desapareció misteriosamente cuando su jet privado decidió caer del cielo, por aquellas cosas de la vida) y asimismo ha pasado con el asesinato del opositor Alekséi Navalni. Por mucho que los líderes europeos clamen contra Rusia por la muerte espantosa de este activista y amenacen pomposamente con consecuencias a raíz del homicidio, la realidad es que Putin saldrá adelante de todo sin un arañazo y que la oposición a la teocracia que gobierna en Rusia disminuirá de una forma notable a falta de un líder visible.

Si la victoria de Putin se subsumiera solo en Rusia, el mundo podría permanecer tranquilo. Pero resulta que la pulsión autocrática del capataz ruso se está extendiendo de una forma peligrosa dentro de las democracias más antiguas del mundo. El caso más evidente es los Estados Unidos: por mucho que Putin haya hecho cachondeo opinando recientemente que prefiere tener de interlocutor Biden que no Trump (aduciendo que un político de la vieja escuela siempre resulta más fácil de prever), la contrastada intromisión rusa a las elecciones yanqui del 2016 y la posibilidad de un retorno del presidente 45 a la Casa Blanca serían agua de mayo para su expansionismo. Si con Biden la ayuda militar a Ucrania ya sufre un bloqueo permanente del Congreso, Trump ya demostró durante cuatro años que le fastidia una pereza terrible enviar los marinas allende los mares para resolver los problemas de otros.

Por mucho que los líderes europeos clamen contra Rusia por la muerte espantosa de este activista y amenacen pomposamente con consecuencias a raíz del homicidio, la realidad es que Putin saldrá adelante de todo sin un arañazo

Pero la victoria de Putin va más allá del tablero internacional, porque el espíritu dictatorial se ha instaurado en el estómago de muchas democracias del mundo. Hay que mirar de nuevo el ejemplo de los Estados Unidos, donde el mismo Trump acaba de ser condenado a pagar una morterada de pasta por haber mentido a la hacienda neoyorquina sobre el valor real de sus propiedades. El cachondeo de todo es que, lejos de afectarlo en sus pretensiones de irrumpir de nuevo en el Despacho Oval, el antiguo presidente aumenta el apoyo en votos a cada condena a base de la táctica de poner en duda la credibilidad de todo el sistema judicial norteamericano. A una escalera mucho menor, pasa lo mismo en España, un país donde el PSOE ya no tiene el ánimo de disimular la politización de los jueces y Pedro Sánchez se ha atrevido incluso a querer marcar el tiempo de instrucción a los magistrados, una medida que haría desmayar Montesquieu.

Hará cosa de un año, el mismo Borrell fue muy criticado por afirmar que "Europa es un jardín" porque es el lugar del mundo donde se puede encontrar más libertad política, prosperidad económica y cohesión social, contraponiéndolo al resto del planeta, "una jungla que podría invadir el jardín si sus cuidadores no lo cuidaran suficiente". A la gente, y concretamente a mis correligionarios independentistas, le debe parecer difícil aceptar la verdad de alguien tan antipático a nuestra causa; pero Borrell sabía lo que decía y tenía parte de razón (aquello que olvida, solo faltaría, es que su partido ha cuidado bastante mal el jardín pequeño democrático que había Catalunya). Pero sea como sea, mientras Putin vaya ganando sin oposición, la jungla se acercará peligrosamente a nuestro huertecillo; un pequeño lugar del mundo donde —solo hay que hablar con la gente joven— la democracia parlamentaria tradicional cotiza más bien a la baja.