El diario El País entrevistaba este domingo en Ginebra a la secretaria general de ERC, Marta Rovira. La dirigente republicana ya no es una "huída", una "prófuga" de la justicia sino una persona que "vive en Ginebra (Suiza) desde que en 2018 decidió abandonar España para evitar comparecer ante el Tribunal Supremo". ERC volverá a dar sus votos a Pedro Sánchez por tercera vez desde el 2017 para que sea investido como presidente. Eso no es novedad, pero alguna cosa profunda ha cambiado que ha obligado a aclimatar el lenguaje periodístico, cuando menos, el de una parte de la prensa española —y catalana—, a una temperatura bastante diferente.

Tampoco es ahora para el diario español progresista de referencia un "prófugo" o un "huído" el "president" Carles Puigdemont, a quien Sánchez, vestido de juez Llarena, prometió en el 2019 traer a España para "rendir cuentas ante la justicia". El líder del PSOE también prometió entonces "penalizar los referéndums". Ahora, Sánchez será reinvestido presidente gracias a los votos de Junts en el Congreso y Puigdemont, igualmente como los millares de encausados por el procés será amnistiado, y —se supone— podrá volver libremente a Estado español si los jueces, o la policía, o la Guardia Civil, o el sursum cuerda del deep state español, como el tiempo y la autoridad en las corridas de toros, no lo impiden.

Se ha producido un giro copernicano en el escenario postprocés. Para el PSOE, el acuerdo con Puigdemont permite reinsertar a Junts en la democracia española —como si no hubieran seguido participando en todas las elecciones desde el 2017, incluso las convocadas con el 155—; y, para Junts, el acuerdo con Sánchez le permite volver a decidir cosas en el mundo real —que es donde se deciden las cosas— a cambio de reconocimiento. Político y nacional. Por eso los socialistas tratan ahora a Puigdemont de "president" y han aceptado, en un relato compartido que veremos cómo se traslada a la justificación de motivos de la proposición de ley de amnistía, que el conflicto político entre Catalunya y España no viene del Estatut del 2010 —que también— sino de la derrota de 1714 que instauró a la monarquía borbónica.

También reproducía ayer el diario El País dos fotos del 10 de octubre del 2010, tomadas una detrás de la otra, que resumen a la perfección la ducha escocesa por no decir el coitus interruptus a que fue sometido el independentismo civil en aquella y otras jornadas posteriores. Las dos imágenes retratan una explosión de alegría seguida de la decepción más absoluta en los mismos rostros y solo pasados 10 segundos. Son las reacciones de los ciudadanos que seguían en el paseo Lluís Companys, junto al Arc de Triomf, la comparecencia de Puigdemont en que primero asumía el mandato del referéndum del 1 de Octubre para que Catalunya se convirtiera en un Estado independiente en forma de república y después proponía al Parlament que dejara en suspenso los efectos de la declaración de independencia (que en realidad se acabaría votando el 27 de octubre). Pero vamos más allá con el retrovisor.

La finalidad de la suspensión era "que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada". ¿Se imaginan que aquel 10 de octubre, el Gobierno, presidido por Mariano Rajoy, hubiera aceptado abrir negociaciones con el Govern de Puigdemont y Junqueras para "llegar a un acuerdo para abrir una nueva etapa y contribuir a resolver el conflicto histórico sobre el futuro político de Catalunya", como ahora han pactado PSOE y Junts? Es evidente que la historia posterior se podría haber escrito de otra manera. El acuerdo Junts-PSOE no desplaza el postprocés al 27 de octubre y la declaración fallida de independencia, y el 155 y la represión posterior, sino a aquel 10 de octubre en que Puigdemont, sin renunciar a la independencia, la dejó en suspenso para ofrecer diálogo a España. Como volvió a hacer después en varias ocasiones sin éxito. Volvemos a estar en aquel 10 de octubre de punto y seguido, de nuevo comienzo.

El acuerdo Junts-PSOE desplaza el 'postprocés' a aquel 10 de octubre del 2017 en que Puigdemont, sin renunciar a la independencia, la dejó en suspenso para ofrecer diálogo a España

Es natural que una parte importante del independentismo cabreado recele del acuerdo Sánchez-Puigdemont. Pero es mentira que el pacto suponga una renuncia a la independencia, que no figura por ningún sitio, ni en el espíritu ni en la letra del acuerdo firmado en Bruselas. Catalunya es ahora tan independiente como lo era el 10 y el 27 de octubre del 2017, o sea, no lo es; pero 6 años después puede plantear la opción de la autodeterminación por primera vez en un diálogo sin límites con el gobierno de España. Cosa que reabre todo el escenario del pleito Catalunya-Espanya de par en par. Sin épica, cierto. Y al precio de investir a Sánchez, desde luego.

También es cierto, sin embargo, que Puigdemont cambia un incierto futuro judicial en Europa por un papel plenamente ejecutivo en la política por la vía española, lo cual quiere decir que el independentismo, todo él, ahora sí vuelve ser decisivo. Y aunque el cambio de escenario no le guste a ERC si bien trata de acomodarse con inteligencia a él. Por otra parte, los que en el independentismo buscan desde hace tiempo un o una nueva mesías, los que pretendían que Puigdemont continuara en el santuario de Waterloo in saecula seculorum purgando su pecado, se tendrán que tomar una camomila. Puigdemont es como Tarradellas, sí, que también se entendió con Madrid antes de poder volver a Barcelona, pero la pequeña diferencia es que el actual president exiliado ha decidido quién lo recibirá en la Moncloa.

Si el PP no consigue devolver al redil de la casa común de la derecha a los votantes de Vox también tendrá que llamar a la puerta de Puigdemont y lo sabe

En cuanto a las protestas contra la amnistía de la derecha extrema y la extrema derecha en Madrid y otras ciudades, cabe decir que, a pesar de la intensidad, parece que la capital, blindada por la policía contra cayetanos y neonazis, no se quema. La asistencia, notable, pero decreciente, a las manifestaciones de este domingo en todo el Estado —en Barcelona, un nuevo pinchazo sin paliativos— lo evidencia. He ahí el límite y la contradicción de la derecha alzada de Aznar, Ayuso y Feijóo. Si el PP no consigue devolver al redil de la casa común de la derecha a los votantes de Vox también tendrá que llamar a la puerta de Puigdemont y lo sabe.

La tradicional hipocresía sin escrúpulos de la derecha española aproxima la retórica del PP al golpismo para disimular que la amnistía es su oportunidad de oro a medio plazo para recuperar la Moncloa. Por eso, mientras con una mano el PP moverá cielo y tierra allí donde pueda, sea en los tribunales, en los cuarteles o en la Zarzuela, para que la amnistía quede en papel mojado, con la otra pondrá una vela al diablo para que salga adelante. En Ferraz y en Génova. Doble para Puigdemont, que es el único político ahora mismo que puede frenar el hiperliderazgo de un Pedro Sánchez que "ho ha tornat a fer". Otrosí.