Según el último barómetro de religiosidad publicado por el Govern, uno de cada cinco catalanes no sabe qué se celebra por Navidad. Una tercera parte ignora en qué periodos del día se ayuna por el ramadán y un 60% no puede mencionar ningún país donde los cristianos ortodoxos son mayoría. La creencia se mantiene y la práctica va a la baja. Aparte de mostrar una falta de contacto entre comunidades religiosas, los datos también muestran poco contacto con la práctica de la fe con la que uno se identifica. Más de la mitad de los catalanes son abiertamente católicos, pero solo el 13% participa en actos de culto al menos una vez por semana. La fe es más que una identidad, pero la configura, porque hace de nexo de la cultura.

A escala personal, el espacio entre fe y práctica —fruto de la libertad con la que cada uno se relaciona con su espiritualidad— puede tener como consecuencia la deformación del concepto mismo de práctica. No porque quien se aparta de ella lo elija con mala intención, sino porque la fe es un contacto personal con lo trascendente y, sin contacto personal, el espacio entre fe y práctica lo acaba definiendo el colectivo. Si tú no sabes qué piensas de Jesús de Nazaret, seguro que la sociedad tiene una opinión. De la Iglesia, de la esencia de una misa o de la naturaleza de la Eucaristía no hace falta ni hablar, me parece. Son conceptos polarizadores y, como con todo, hay que tener una conversación honesta con uno mismo para reforzar las convicciones desde el conocimiento, si puede ser.

Me parece que, incluso los practicantes, hemos revestido la Semana Santa de épica, de morbo, y hemos perdido el contacto personal con el significado evangélico de la resurrección

Un ejemplo claro es la lectura del Evangelio. Como la cultura occidental está empapada de la historia que se narra en él —y asumimos que la Iglesia católica marca la línea interpretativa— tenemos tendencia a desentendernos y a relacionarnos con ello de una manera abstracta. Pensaba en ello al inicio de la Cuaresma cuando escribía, en esta casa, en contra de encapsular mentalmente estos cuarenta días como una época de oscuridad espiritual. Pienso hoy en ello, a las puertas del Domingo de Ramos, no porque intuya que el conocimiento del significado de la Semana Santa sea inferior al de Navidad, sino porque también me parece que, incluso los practicantes, la hemos revestido de épica, de morbo, y hemos perdido el contacto personal con el significado de la resurrección que el Evangelio solidifica.

A menudo se explica que los católicos envidiamos el conocimiento de la Escritura que tienen los protestantes, y que los protestantes envidian el consenso sobre su significado que tenemos los católicos. Me parece que la envidia de los católicos es más fácil de corregir, y tiene una consecuencia muy agradecida en el ámbito personal: conocer la sustancia, la raíz primera de nuestras celebraciones litúrgicas, nos hace más libres a la hora de decidir qué relación queremos tener con ellas. A más información, más posibilidad de profundizar. Si para muchos la denominación religiosa solo es una identidad, quizás vale la pena saber qué es lo que nos hace en la medida en que cada uno lo escoge.

Para entender la espiritualidad católica, de todo lo que pasa en la Escritura —desde la santa cena hasta que Jesús sale del sepulcro—, es tan importante lo que Cristo hace como lo que los pasa a los que lo rodean

Para entender la espiritualidad católica, de todo lo que pasa en la Escritura —desde la santa cena hasta que Jesús sale del sepulcro—, es tan importante lo que Cristo hace como lo que los pasa a los que lo rodean. Que los apóstoles se esconden, que las mujeres y Juan lo acompañan al Calvario, que Verónica sale espiritada con un manto para secarle la cara, que María Magdalena es la primera en verlo vivo otra vez y corre a anunciarlo, que los apóstoles no se creen a las mujeres cuando les dicen que ha resucitado. Pensar que nada de lo que ha escrito es un detalle vale para cualquier texto sagrado. Especialmente en los fragmentos que se leen por Semana Santa, hay una capacidad profunda de sorpresa —eso es, de herida y de aumentar la espiritualidad— en el papel que juegan María y los amigos de Jesús, que no ha acabado de trascender del todo en el conocimiento popular. Aquí quizás proyecto mi experiencia personal, pero, como he dejado escrito más arriba, con la fe no hay una manera muy diferente de hacerlo.

La caricatura de la Semana Santa es que los católicos tenemos una afición especial por la sangre y por el calvario. La raíz que lo explica todo, sin embargo, revela que los cristianos, en general, tenemos una afición especial por la esperanza

Pensamos que la Semana Santa es una teatralización sangrante, pero en la carrera de Verónica para socorrer a quien sufre o en el sprint de María Magdalena por Jerusalén para anunciar lo impensable, hay una exposición humana de la disponibilidad hacia los demás que se nos pide. Dios también está en los detalles, y por eso el contacto superficial siempre es parcial, se presta a la caricaturización y nos aleja de la posibilidad de satisfacer a fondo nuestros anhelos espirituales. Sabemos que Jesús muere y resucita, pero si queremos entender qué consecuencias tiene para nosotros, tenemos que estar un poco abiertos a entender cuáles tuvo entonces.

La caricatura de la Semana Santa es que los católicos tenemos una afición especial por el sufrimiento y por el calvario. La raíz que lo explica todo, sin embargo, revela que los católicos —los cristianos, en general— tenemos una afición especial por la esperanza. La Semana Santa es la narración y la celebración de una victoria que nos invita a vivir con la alegría de las mujeres que ven a Jesús y lo reconocen. Hay una complacencia espiritual muy concreta en saber que hay quien te ama y te vela por puro capricho. Hay una plenitud en creer que cuesta mucho explicarla a quien no tiene fe. Mucho más que un consuelo, es un entusiasmo. Es el sonido de las sandalias de María Magdalena contra los adoquines de la Ciudad Santa, embalada por las calles con el nombre de Jesús en los labios. Ya hemos ganado, y eso es lo que nos hace.