Ayer viernes, Cadena Ser organizó un debate electoral sobre las elecciones madrileñas del 4-M. La cosa ya empezó mal pues el PP se negó a debatir porque —tal como la presidenta de la comunidad de Madrid le dijo el miércoles pasado a Àngels Barceló— tenían más cosas que hacer que debatir ("No estoy de acuerdo con que estemos todo el rato debatiendo sobre los mismos temas"; a partir del minuto 27).

Fuere como fuere, el debate se llevó a cabo y la candidata ultraderechista por Madrid, como se ve en el vídeo a partir del 12' 45" puso en duda, en tono entre burlón y condescendiente, la versión sobre las amenazas que sufrió Pablo Iglesias, en forma de balas enviadas en un sobre y, de paso, se ahorró condenar idénticas amenazas sufridas por el ministro del Interior y por la directora de la Guardia Civil. Eso irritó a Iglesias y, como la ultraderechista no se desdecía, sino que se ratificaba, abandonó el debate.

Antes de continuar, un recordatorio, en especial para los que dicen que hay que tener más paciencia con la extrema derecha. Piensen por un momento en quince años atrás: qué no hubiera pasado si, en un debate electoral público, uno de los participantes hubiera puesto en duda el envío por parte de ETA de un sobre amenazador, con balas, a otro candidato. Todavía estaríamos hablando de ello y el proceso por apología del terrorismo hubiera comenzado 10 minutos después.

se presentan como víctimas de quienes se llaman demócratas, que, al fin y al cabo, según los casi-fascistas, son en realidad unos dictadores. Demagogos, mentirosos, victimizados. Esta es la trinidad de la ultraderecha.

Dicho esto, como se las gasta la extrema derecha es una cosa bien sabida desde los años 30. Trump, Bolsonaro, Le Pen —padre e hija— o Salvini lo han puesto al día: gritar, mentir sin ningún tipo de vergüenza, cada día decirla más grande y, a pesar de los desmontajes de sus mentiras, repetirlas hasta que no se oiga otra cosa. Remachando el clavo: se presentan como víctimas de quienes se llaman demócratas, que, al fin y al cabo, según los casi-fascistas, son en realidad unos dictadores. Demagogos, mentirosos, victimizados. Esta es la trinidad de la ultraderecha.

No ver que este es el discurso de Vox, apoyado por el PP y C's —pues lo reclaman para que apoye sus gobiernos— es ceguera o ingenuidad. En este contexto, no era difícil prever que, antes o después, estos tóxicos extremistas aprovecharían los espacios públicos para verter su veneno ideológico. Ayer sucedió a plena luz del día.

Me cuesta creer que el debate durara todavía una hora larga más. Ciertamente, no sé cómo hubiera reaccionado yo. No me las quiero dar ni de sabelotodo ni de milhombres, pero daña y mucho la ética y la estética, que el resto de debatientes se limitara a criticar a la ultraderechista por su no-burla acerca de las amenazas de muerte recibidas por Iglesias —y por Marlaska y Gámez—. No creo que haber seguido una hora más con la ofensiva sinrazón les haya reportado ningún beneficio, ni moral ni electoral.

Se impone una reflexión pública sobre el necesario cordón sanitario a la extrema derecha, que, en Catalunya, el PSC ya rompió hace unos días. O se la pone en su sitio, que es el de los liberticidas sin escrúpulos, o sufriremos todos las consecuencias. Y no es una respuesta adecuada suspender, como algunos medios han anunciado, los debates electorales pendientes. Salvo los medios públicos, sometidos a una métrica electoral delirante, si los medios privados organizan debates —pues no están obligados—, pueden organizarlos como quieran. Con la misma libertad con que Díaz Ayuso ha evitado los debates —el miedo guarda la viña—, cosa que rompe ya una teórica igualdad, se pueden organizar los debates como se quiera, dejando en casa a quien solo intoxica y con quien hay que guardar distancias.

Algunos sectores democráticos afirman que no se puede marginar a la extrema derecha, que no se le puede imponer un cordón sanitario. Cierto, admiten, sus proclamas hieden. Ahora bien, por respeto a sus votantes tienen que ofrecer a sus representantes el sitio que les corresponde.

 La razón última de la ultraderecha no es otra que la abolición del sistema democrático. Empieza por los más débiles —los foráneos— y acaba con todos aquellos que no le sean afines 

Tengo este pensamiento por una aporía. ¿Por qué? Pues, porque si los electos de los ultraderechistas dicen lo que dicen, es porque sus votantes se identifican con ellos y —claro está — piensan igual. La razón última de la ultraderecha no es otra que la abolición del sistema democrático. Como han demostrado una y mil veces. Esta abolición del sistema democrático —o la construcción de uno a su medida— pasa, como sabemos, por la liquidación, si hace falta física o civil, de los oponentes. Empieza por los más débiles —los foráneos— y acaba con todos aquellos que no les sean afines.

En estas circunstancias ningún respeto ni por electores ni por elegidos. No quiero tener que lamentarme, como Martin Niemöller, de que nadie viene a salvarme cuando vengan a por mí.