Emociona, aún, pensar en la gente patriota y demócrata que, con tanta buena fe como determinación, con la ilusión en los ojos y la sonrisa en la cara como disolventes del miedo, desafió las porras de la policía española ahora ha hecho 6 años, aquella mañana del 1 de octubre. De la misma manera me entristece, como observador y ciudadano, la exhibición de rabia y señalamiento de los líderes del procés que hace una parte del independentismo civil o movilizado, puntualmente, casi cada Diada del 11 de septiembre y, ahora, en cada aniversario del referéndum. La santjordización del 1-O, con las playas llenas y las plazas vacías, avanza año tras año, también, en paralelo a la pérdida de capacidad movilizadora y de agencia política de las entidades y grupos que hace una década sacaban a la calle centenares de miles de personas. No estamos en 2012 y, además, es imposible, e incluso conveniente. El escenario que han abierto las elecciones españolas del 23-J no es el de las grandes manifestaciones del procés pero son muchos —independentistas y no independentistas— los que ven un nuevo momentum, una ventana de oportunidad, en que la política tiene que pasar por encima del griterío y el gesto estéril, venga de donde venga.

No sé qué debían estar pensando la mayoría de los que tan claro lo tenían —y dicen que lo tienen— aquella tarde del 27 de octubre de 2017, cuando después de la proclamación de independencia del Parlament que acabó llevando a la prisión y al exilio a todos aquellos políticos, todo el mundo se fue a casa o a bailar con la Dharma —que hizo un bolo ciertamente histórico— en la plaza san Jaume mientras las banderas de la Generalitat, incluida la española, continuaban hizadas encima del palo correspondiente. Tampoco vi que las concentraciones solidarias ante las prisiones en justo apoyo de los políticos privados de libertad durante cerca de 4 años derivaran en manifestaciones masivas para saltar las vallas y romper las cerraduras de las celdas, como si dijéramos. Eso sí, desde el independentismo que se proclama auténtico e insobornable muy pronto se calificó de "tontos procesistas" a los asistentes a aquellos actos de solidaridad. En fin, no he visto este independentismo que lo tiene tan claro encerrarse en el Parlament y montar un Maidán con el fin de implementar la independencia exprés, caiga quien caiga; la misma independencia ¡ya! que exigían y exigen a los líderes.

Me pareció una estafa, ciertamente, una buena parte de lo que hicieron los políticos independentistas durante los momentos clave del otoño del 17 y me parece ahora una estafa que desde la ANC, entidad que se mojó entonces hasta el cuello en aquella dinámica, ahora se pretenda que una eventual amnistía a los represaliados vaya acompañada de una independencia de hecho y de derecho sin que se mueva ni una hoja, así, porque tú lo vales. Que finalmente se materialice la amnistía de una manera o de otra no depende de los 1.000 manifestantes que reunió ayer la dirección de la ANC en memoria del espíritu de Urquinaona, sino de los 7 diputados que tiene Carles Puigdemont en Madrid, que, milagros de la aritmética electoral y parlamentaria, son los que necesita Pedro Sánchez para ser reinvestido presidente del Gobierno. Sánchez puede o no repetir en la presidencia con el apoyo de Junts, en función de hasta dónde esté dispuesto a cumplir las condiciones previas del president Puigdemont y también del Parlament, que, ahora con un pronunciamiento unitario de ERC y Junts, le ha pedido avanzar hacia el referéndum. Puede pasar o no pasar, y podemos ir a elecciones españolas en enero o no ir, pero lo que seguro que no sucederá es que la amnistía vaya acompañada del reconocimiento de la independencia de Catalunya por parte del estado español y la ANC lo sabe. Y por eso engaña y estafa al mismo nivel que se (auto)engañó y se (auto)estafó más de uno y más de una en el otoño del 17.

A pesar de la represión, que persiste, y que posiblemente no se acabará con la amnistía, si es que finalmente se hace realidad, el independentismo es tanto o más fuerte políticamente hoy que hace 6 años

Por suerte, diría que el grueso del independentismo es más inteligente que los dirigentes de algunas de las organizaciones que, en teoría, lo vertebran civilmente y lo representan en la arena política, donde no solo actúan y deciden los gobiernos y los partidos —y es bueno que así sea—. Es público y notorio que hoy hay más independentistas en casa que en la calle, pero eso no es necesariamente malo para el movimiento. También puede ser interpretado como un gesto de exigencia y autonomía política de la sociedad civil independentista en una hora en que toca hacer política de despacho y tener altura de miras. Es la hora de los estadistas, no de los ingenuos, ni muchos menos de los revolucionarios de salón o paguita. El tren del 1-O —y del 3-O— pasó. Pero no era el último. A pesar de la represión, que persiste, y que posiblemente no se acabará con la amnistía, si es que finalmente se hace realidad, el independentismo es tanto o más fuerte políticamente hoy que hace 6 años. Por muchos motivos. De entrada, porque la negociación no pasa por el debilitado Govern de la Generalitat que preside Pere Aragonès, sino por la presidencia en el exilio de Carles Puigdemont, una situación histórica sin precedentes. Cambio de paradigma. No es a la plaza Sant Jaume donde fue Yolanda Díaz a negociar, sino a Waterloo. El Estado lo sabe. Y es eso lo que da miedo —de nuevo— a una cierta España, de derechas y de izquierdas, que vuelve a temblar y puede hacer descarrilar el tren en la última curva.