Todo el mundo en Europa, en especial en las principales cancillerías del mundo, sabe por qué en el último momento Carles el Magno, Carles Puigdemont, decidió no arriar la bandera colonial de España del Palacio de la Generalitat, renunció a la república y tomó el amargo camino del exilio. No quería muertos. No quería violencia, de ninguna de las maneras, precisamente porque sabía que muchos ciudadanos estaban dispuestos a defender con la propia vida la nueva nación. El mayor Trapero no le podía asegurar una Catalunya independiente sin un baño de sangre, especialmente después de la traumática experiencia del primero de octubre en que la policía española y los paramilitares de la Guardia Civil habían herido a más de mil personas. Más de mil contribuyentes que, irónicamente, pagan el sueldo de los represores. Pero, sobre todo, Carles el Prudente desistió después de la amenaza de una intervención directa del ejército español que, como relató Marta Rovira, debía llenar de muerte y de destrucción las calles de las principales ciudades catalanas. El Estado español tiene una merecida reputación internacional de sanguinario, no sólo porque fue el último país de Europa Occidental que pasó de la dictadura a la democracia. También porque hasta 1987 fue responsable del terrorismo de los GAL, sin que se puedan descartar del todo otras acciones cruentas e inconfesables en fechas más recientes. Relacionadas con el imán de Ripoll, por poner sólo un ejemplo. Esto lo saben perfectamente todos los países con buenos servicios secretos y lo saben en Alemania, lo sabe muy bien Angela Merkel y, en esta ocasión, no han querido hacerse los locos, quizá porque en realidad sí gobiernan o sí quieren gobernar la Unión Europea. No se han atrevido, contra toda evidencia y sabiendo todo lo que saben, a deportar a Carles Puigdemont por violento ni por alta traición. Traidor sólo le llaman algunos catalanes que reclaman sangre y emociones fuertes, algunos exaltados que quieren llevar a la nación por el camino destructor de la guerra sin que nadie les haya votado.

La amenaza de la guerra, de la sangre, es una constante en el discurso del españolismo más soflamado. Con la guerra amenazó precisamente el antiguo primer ministro de Francia, Manuel Valls, durante la última manifestación de los partidarios de España en Barcelona. Y con la amenaza del terrorismo más cruel también nos salió ayer, durante su programa radiofónico, Federico Jiménez Losantos, una víctima de Terra Lliure, un desequilibrado que hace como algunos niños. Dice lo que oye decir en casa. El sermón de odio y de resentimiento contra los alemanes que vertió ayer no tendría mayor importancia si este agitador no fuera una de las personas más influyentes en la opinión pública de Madrid, especialmente en el entorno de la FAES, entre los partidarios del presidente Aznar, de Esperanza Aguirre y de no pocos responsables militares, judiciales y de los ministerios del Estado. Ahora todo el mundo compite en Madrid en patriotismo españolista y en exhibición de contundencia represiva. El partido de Ciudadanos destaca entre ellos. La amenaza constante y las llamadas a la violencia irán creciendo durante las próximas semanas, a medida que se vaya desmoronando el discurso fraudulento contra el independentismo pacífico. Que el Estado español está dispuesto a dinamitar la Unión Europea, a marcharse de la malas maneras, a hacer lo que sea necesario para impedir la independencia de Catalunya es una amenaza que cada vez se oye más en medios diplomáticos. La peor cara de España aún está por ver.