En toda democracia parlamentaria digna de ese nombre, el poder político no se concibe como una posesión, sino como una responsabilidad sujeta a control. Su continuidad depende de la confianza de la mayoría parlamentaria, que no es un formalismo, sino la esencia misma del sistema. Un gobierno que pierde ese respaldo no puede actuar como si nada hubiera cambiado: la Constitución le impone someterse nuevamente al juicio de la representación popular, mediante una cuestión de confianza o una convocatoria electoral.
La Constitución española de 1978 configuró un modelo en el que las Cortes Generales son el núcleo de la legitimidad democrática. El artículo 66 lo expresa al afirmar que representan al pueblo, ejercen la potestad legislativa, aprueban los presupuestos y controlan la acción del Gobierno. El Ejecutivo, en consecuencia, no es autónomo, sino una emanación de esa mayoría representativa. El artículo 108 reafirma esta dependencia al establecer que el Gobierno responde solidariamente ante el Congreso. No hay poder legítimo sin control ni autoridad política exenta de rendición de cuentas.
En un régimen parlamentario, la confianza es un mandato político revocable, no un vínculo personal ni una adhesión partidista. Su pérdida no es una catástrofe institucional, sino un hecho normal dentro de la dinámica democrática. Para esos casos, el artículo 112 faculta al presidente del Gobierno a plantear una cuestión de confianza y, si esta es denegada, el artículo 114 impone la dimisión. La Constitución no prevé zonas grises: cuando un Ejecutivo no logra mantener una mayoría estable, lo que está en juego no es su supervivencia, sino la coherencia del sistema.
La función legislativa pertenece al Parlamento. El Gobierno impulsa y propone, pero no legisla: quien legisla son las Cortes. Que el Parlamento modifique o rechace las iniciativas del Ejecutivo no constituye una anomalía, sino una expresión legítima del equilibrio de poderes. En su pluralidad, el Parlamento encarna la deliberación democrática; su función no es ratificar la voluntad del Gobierno, sino confrontarla con la realidad social. El Ejecutivo, por su parte, debe interpretar esas mayorías cambiantes y traducirlas en políticas viables. No se gobierna contra el Parlamento, sino con él y bajo su vigilancia constante.
El equilibrio entre Ejecutivo y Legislativo no es jerárquico, sino funcional y dialéctico. El primero dirige la política y la administración, pero su acción está sujeta al control del segundo, que expresa la voluntad plural de la sociedad. Ese control no se limita a la fiscalización formal, sino que implica la capacidad de orientar la acción de gobierno mediante la ley. El Ejecutivo administra el presente; el Parlamento define los límites y el rumbo del futuro.
La pérdida de una mayoría parlamentaria es una señal política relevante. No debe verse como derrota, sino como recordatorio de que la soberanía reside en las cámaras que sostienen al Gobierno. Si este ya no puede aprobar sus leyes o presupuestos, su obligación es devolver la palabra al Parlamento o, en última instancia, al pueblo. El artículo 115 contempla la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones como un mecanismo ordinario de restauración de legitimidad. En las democracias consolidadas, disolver no es debilidad, sino respeto al principio de soberanía popular.
Gobernar sin mayoría o recurrir sistemáticamente al decreto ley distorsiona el equilibrio institucional
Persistir en el poder sin respaldo legislativo vacía el parlamentarismo y degenera en presidencialismo encubierto. En España, el presidente del Gobierno no es elegido directamente por los ciudadanos, sino por el Congreso, conforme al artículo 99. Su legitimidad es derivada. Gobernar sin mayoría o recurrir sistemáticamente al decreto ley distorsiona el equilibrio institucional. El artículo 86 lo reserva para casos de extraordinaria y urgente necesidad, no como sustituto del diálogo y del consenso.
La madurez democrática se mide por el respeto a los límites institucionales. Un gobierno fuerte es el que asume su responsabilidad al perder la confianza; un Parlamento responsable es el que ejerce su potestad legislativa con sentido de Estado. En esa tensión regulada se encuentra el alma del parlamentarismo: el Ejecutivo necesita del Parlamento para existir, y este del Ejecutivo para actuar. Uno ejecuta la política general; el otro la define. Su cooperación es obligatoria, pero su independencia también.
Los mecanismos de cuestión de confianza y disolución de las Cortes no son armas políticas, sino instrumentos de equilibrio. La primera permite verificar la vigencia del mandato; la segunda, redefinir las mayorías cuando el sistema se bloquea. Ambos son manifestaciones del principio democrático. La legitimidad de un gobierno no se agota en su investidura inicial: se renueva cada día mediante la confianza parlamentaria. Sin esa renovación, la autoridad se convierte en inercia, incluso en tiranía.
El parlamentarismo no es una forma de gobierno débil, sino exigente: obliga a dialogar, pactar y reconocer la legitimidad del otro. La confianza no se impone, se conquista. Y cuando se pierde, debe restablecerse por las vías que la Constitución prevé. Esa es la diferencia entre un gobierno democrático y un poder autárquico: el primero sabe que su autoridad es efímera y condicionada; el segundo confunde el Estado con su voluntad.
El equilibrio entre Ejecutivo y Legislativo no es solo jurídico, sino moral. El Gobierno está llamado a la acción; el Parlamento, a la deliberación y al control. Cuando uno invade el terreno del otro, el sistema pierde armonía. La democracia exige acción y reflexión; eficacia y legitimidad. El Gobierno no puede ser mero administrador sin dirección ni el Parlamento una asamblea sin eficacia. Entre ambos debe existir una tensión creadora que mantenga viva la política y evite su degeneración.
El mayor signo de madurez de un gobierno no es su permanencia, sino su capacidad para aceptar los límites constitucionales. Gobernar con mayoría implica liderazgo; hacerlo sin ella exige humildad. En esa humildad reside la grandeza democrática: cuando un Ejecutivo reconoce que ha perdido la confianza, el Estado se fortalece; cuando el Parlamento ejerce su papel de contrapeso, legitima al Gobierno.
La Constitución de 1978 quiso evitar tanto el cesarismo presidencialista como la anarquía parlamentaria. Apostó por el equilibrio y la corresponsabilidad. Si ese equilibrio se rompe, no es por falta de normas, sino por falta de cultura democrática. Entonces, la política deja de ser el arte de gobernar en común y se convierte en la lucha por conservar el poder.
En última instancia, el parlamentarismo nos recuerda que el poder no se posee: se administra. Y solo puede administrarse mientras exista la confianza activa del Parlamento, que representa al pueblo soberano. Cuando esa confianza se extingue, la Constitución ofrece una salida limpia y legítima: preguntar al Parlamento o al pueblo. Todo lo demás —resistencias, maniobras o dilaciones— es una negación del espíritu democrático que la Constitución quiso proteger.
En momentos como este, el Parlamento debe recordar que su misión no es acompañar al poder, sino contenerlo. Legislar para corregir la deriva autoritaria no es una opción política: es una obligación constitucional y una exigencia moral de toda democracia viva.