Siento no hablar de las cosas importantes en mi columna, como la guerra de Ucrania o las otras ochenta guerras que hay, por desgracia, hoy en día en el mundo. Ni tampoco haber denunciado lo suficiente en papel (como lo he estado haciendo por las redes) el asesinato de inocentes en Gaza mediante el hambre. Porque la ayuda humanitaria no llega por mucho que compartas los links de UNICEF para las donaciones. Y para no olvidar: las injusticias que sufren las niñas afganas desde hace ya demasiados veranos. No me siento capacitada como mis compañeros para hablar de geopolítica porque no soy especialista, pero lo que sí soy es una madre que sufre. Cuando veo a las madres palestinas intentando consolar niños desnutridos, se me rompe el corazón. También me horroriza cuando veo a un señor mayor al que matan de hambre o de un tiro mientras hace cola para conseguir un poco de arroz, pero me siento más cerca de las madres del mundo que sufren por la textura del hilo invisible que nos une. Y he tenido que normalizar el hecho de estar en una piscina viendo por decimoquinta vez cómo se tira en bomba mi hijo de ocho años mientras leo estas crueles noticias. Menos mal que ahora puedo hacerlo. Me refiero a leer un poco el diario, ni mucho menos a digerir lo que está pasando en el mundo.
Hace años, no me lo podía permitir. Hará cosa de seis años, contesté un WhatsApp y Leo se lanzó a la piscina sin flotador. Acto seguido, tiré el teléfono y me lancé vestida para rescatar al niño. Aquel día entendí, una vez más, que no podía quitar los ojos de mis niños cuando estaban en remojo. Este verano he visto la misma situación, pero esta vez no era la mía y aunque te asustas y recuerdas la experiencia, no es lo mismo que aquellos veranos tan estresantes. Clavé la mirada en los ojos llorosos (no del agua con cloro) de aquella madre de la piscina que me miraba con un poco de celos porque podía, incluso, echar una siesta al sol. "Yo también he estado en tu situación y pasará", quería decirle. Pero sé que cuando no duermes no tienes ni memoria ni paciencia para más consejitos trascendentales que te intenten dar. "Mataciones" es el nuevo término polisémico que se ha inventado para hablar de las vacaciones con niños pequeños. Es verdad que yo también he llorado de agotamiento a principios de septiembre deseando que empiece el curso. Pero no nos engañemos: no es culpa de los niños, sino del sistema que no permite que todos los miembros de la familia descansen.
Muchas parejas cogen las vacaciones por separado para cuidar a los niños y no pagar centros de verano. Con los sueldos normales, no llegas a nada. Y otras que la única manera que tienen para que la pareja cumpla su rol de progenitor es separándose. Cuando la mayoría de gente vuelve de vacaciones y está más relajada, suele preguntar: "¿qué tal el verano?". Y tienes que contestar que muy bien porque si no te dirán aquello de "pues no haber tenido hijos". Se vuelve mucho más agotador que al final de la escuela. Esta época, sin embargo, está tan romantizada que no te puedes quejar de no poder hacer nada sin mil interrupciones. Pipí, caca, hambre, sueño, etc. Sumado a las vomitonas en el coche, de no sé cuántos "cuándo llegaremos", de llevar la comida triturada, de poner crema solar a todos y de olvidarte de ti. Cuando te tienes que encerrar en el lavabo para poder tener un minuto de silencio sin llantos y peleas. Chupetes, pañales, teletrabajo, biberón, juguete. Y justo cuando aquella noche estás en un lugar sin ninguna tienda se le cae un diente y el ratoncito Pérez tiene una misión imposible que cumplir. Aquellos veranos en los que se tienen que hacer los deberes escolares y se dejan para el final. Sí, sabes que son los mejores años de tu vida (dicen los estudios que son doce, para ser exactos) pero no son ni mucho menos los mejores veranos. Cuando los comparas con las fotos de Ibiza de cuando tenías veintipocos y si dormías poco era por otras cosas.
Siento decirlo desde el otro lado de la piscina, mirando a aquella madre que está cachas de tanto llevar a los niños en brazos. Y sobre todo más lo siento por todas estas madres que no tienen los problemas de las del Primer Mundo. Las vacaciones tendrían que ser para recargar pilas, no quedarse sin
Te tildan de mala madre cuando te peleas por ir a tirar la basura o al supermercado para poder escuchar el Spotify. O cuando admites que el único momento de reposo es cuando duermen. O si tienes que contestar un mail y ellos siguen repitiendo "me aburro" y les enciendes la tele. Una malamadre de manual.
¡Qué bonito es vivir sin horarios y sin ser 24/7 cocinera a todas horas! Decir que cansa y frustra no te convierte en peor madre, sino en una madre real. Esta es la ambivalencia de ser madre. No todo se puede tapar con un post perfecto en la playa con todos llevando el bañador con el mismo estampado. Queda claro que los nuevos padres ayudantes son mucho mejores que los de las otras generaciones, pero todavía es insuficiente para igualar la balanza. Tampoco se pueden sobrecargar a los abuelos in aeternum en un periodo que dura de finales de junio a principios de septiembre. Con el plus de tener que pensar en la vuelta a la escuela y comprar el material escolar, forrar los libros, probarse la ropa de educación física, ir a buscar zapatos nuevos y hacer el cambio de armario. "¡Qué pesadas las madres y más los veranos!", piensas cuando eres joven. Hasta que te toca a ti. Pero es igual, por mucho que lo denunciamos, las cosas no cambian. ¡Ah sí! Me había olvidado: ¡empieza una semana antes el curso! ¡Oh, qué gran ayuda a la conciliación! Siento decirlo desde el otro lado de la piscina, mirando a aquella madre que está musculosa de tanto llevar a los niños en brazos. Y sobre todo más lo siento por todas estas madres que no tienen los problemas de las del Primer Mundo. Las vacaciones, los que tienen suerte de tenerlas, tendrían que ser para recargar pilas, no quedarse sin.