(...) Sencillamente mis profesores no sabían qué hacer con la energía que el erotismo da a los hombres y la perdían de maneras lamentables. Se creían sexis porque eran periodistas, pero a pesar de que vivían de enseñar el oficio, y de escribir en los diarios, no sabían que tenían una relación de andar por casa con el idioma que hablaban. Ahora no sabría cómo explicar hasta qué punto esto me los hizo cómicos y cómo acentuó durante unos años mi estupidez y la timidez con la cual miraba de encubrirla.

Mientras busco la manera de ilustrarlo, oigo la voz de la Diana que me dice, intentando corregir mi tribalismo: "No eran cómicos, Enric, eran ridículos". Es verdad que puestos en un estándar europeo, la mayoría de los profesores que han marcado mi educación eran ridículos. Pero mi bisabuelo no traducía a Shakespeare, ni tengo una madre catedrática —o un abuelo que colocó sus libros a los americanos y a los japoneses, después de vivir en el exilio—.

Cuando llegué a la Universidad, el catalán era para mí una lengua sin fuerza que lo convertía todo en pan mojado para las gallinas. Si hubiera sido valiente me habría comunicado solo con gestos, las palabras me parecían vacías. En casa teníamos libros, pero no estábamos preparados para aprovecharlos. La cultura era una intuición que madre había tenido leyendo novelas de Agatha Christie y escuchando anécdotas sobre Barcelona de antes de la guerra.

Yo vengo de la Catalunya del nudo en la garganta, del país que se quedó encerrado en la caja negra del franquismo. La abuela Mercè se pasó la dictadura sin decir ni una palabra en castellano y en un dietario que intentó llevar en los años setenta, solo supo escribir una frase bien articulada: "No sé qué me pasa que todas las cosas que tienen relación con Catalunya me emocionan". Igual que el pintor Madiroles, lo único que podían hacer mis padres era resistir porque, para decirlo suave, su formación se había quedado a medias.

Cuando acabé el instituto, mi madre me dijo, un día que volvíamos hacia casa en autobús: "Ahora viene la época más importante de tu vida, Enric." Nos sentábamos en la última fila, junto a una chica que escuchaba música estridente con aire de pasota en unos auriculares de hilo de aquellos de antes. Levantando la voz por encima del ruido, con una solemnidad nada favorecedora, me pintó un futuro magnífico. Por un instante, me vinieron ganas de estudiar. Mientras el autobús roncaba y la chica de al lado movía la cabeza como si tocara la batería, yo me hacía la ilusión de haber encontrado una escapatoria fácil al aburrimiento que me producían los amigos de siempre.

En la facultad de historia no encontré nada. La amistad más remarcable que hice fue la sobrina de un futbolista del Zaragoza que me preguntaba, abriendo los ojos como una niña que se pasea por el zoológico y ve una bestia que creía que ya solo existía en los libros. "Enric, serio que nunca hablas castellano?". Helena era rubia, y tenía unos pechos de diosa del amor flamantes y aristocráticos. Era demasiado española para que me pudiera enamorar, pero su compañía me relajaba. Lo que me gustaba más de ella, más que la palidez elegante y nacarada de sus pechos, era el timbre de su voz. La manera que tenía de hablar, casi de chillar, cuando el tema de conversación le interesaba me hacía mucha gracia. De hecho, su voz de pija adorable me dejó un recuerdo tan bueno que muchos años después la reencontré en Andrea Levy.

En la facultad de Historia la mayoría de las chicas que hablaban catalán llevaban los sobacos peludos, y no como ahora porque estuviese de moda. Entonces las chicas del país se esforzaban tanto en pasar discretamente que a veces incluso me olvidaba de su nombre. En primavera, cuando encontraba un profesor que me aburría, que era muy a menudo, me distraía con los juegos de luz que algunas pelambreras hacían con el sol que entraba en el aula. La voz de pito de Helena me daba una tranquilidad desconocida. La confianza con la que vivía me resultaba tan sedante y tan exótica como un flamenco rojo bañándose en las Bahamas. No sabía nada del esfuerzo que los padres hacían cada día para darme un simulacro de la paz de los vencedores.

En las asignaturas de la Facultad de Historia, no pasamos nunca de la proclamación de la Segunda República. De todas maneras, es verdad que tampoco íbamos mucho a clase, preferíamos ir a ver los entrenamientos del Barça de Cruyff, que se realizaban junto al campus. Helena ya sabía que tendría dos o tres hijos con un hombre que la mantendría; yo estaba desorientado, y no encontraba ninguna misión más importante que ir tirando para sobrevivir a mi propia pereza. Normalmente fumábamos en el bar y pedíamos los apuntes a un chico estudioso, que llevaba hierros en la boca. Yo me sentía como un peregrino de labios secos y pies llenos de ampollas, pero hacía ver que todo iba bien, porque tampoco sabía si podía ir mejor.

La facultad me dejaba tanto espacio y me daba tan pocas cosas que me empecé a adentrar en el mundo de la música. Estudiaba en el Taller de Músics y practicaba las escalas durante horas, mientras me tragaba los grandes torneos de tenis y de fútbol en la televisión. A veces hacía bolos por España y con un grupo de pop que tenía abríamos conciertos de Los Pets o Aztec Cámara. El mundo de la música era todavía más pueril que el mundo de la universidad, y no veía la manera de agarrarme a él sin hacerme daño. Por comparación, empecé a entender por qué la gente se droga, sobre todo algunos músicos que creía que lo tenían todo y, en realidad, solo tenían el éxito. 

Queriendo llenar los vacíos, me enamoré de una chica que hacía Taekwondo en mi gimnasio y que trabajaba de secretaria. Se llamaba Mari Carmen y también hablaba en castellano. Si Helena era rubia, Mari Carmen era morena; si Helena era vecina de Javier de la Rosa, Mari Carmen vivía en un sobreático tan pequeño que tenía que ducharse en un cuartillo de la terraza. Ninguna de las dos parecía tener miedo del futuro, ni se vestía para parecer fea. Ninguna de las dos filosofaba como si los males del mundo dependieran de ellas —o de mí—. Supongo que su actitud me liberaba de una historia de derrotas, el veneno de las cuales apenas intuía.  

Mari Carmen fue la primera chica que tuve ganas de follarme a diestro y siniestro, y no sé si el hecho que me encontrara “muy catalán”, o quizás “demasiado catalán”, tiene algo que ver. Ella se defendía como podía y hablaba en castellano con los padres para intentar hacerme ver que no teníamos nada que hacer. Siempre me decía que daba demasiadas vueltas a las cosas. Cuando nos frotábamos, sus tejanos quedaban mojados, como si se los hubiera puesto sobre el biquini saliendo de la piscina. Aun así, no había manera de ir más allá y cuando conseguí ir más allá —y perder la virginidad a medias, por culpa de un preservativo sedicioso— fue como si me hubiera gastado todos los ahorros en el casino.

La cuestión es que, cuando llegué a periodismo, mi relación con el catalán era tan pobre, y tenía tanto margen para mejorar y refinarse, como mi relación con el erotismo. (...)