(...) El mensaje ha desbordado la riada de recuerdos que se habían ido acumulado en mi cabeza a medida que hablaba con Micó. Me preguntaba qué haría para tapar el agujero que los vigilantes del gallinero intentan abrir en mi cartera. Una parte de mi cerebro se esforzaba en organizar el futuro, pero tenía que luchar para no ahogarse en un mar de imágenes viejas y confusas.

He ido a sorber el café en el salón y me he sentado ante el cuadro del Madiroles. Era un buen pintor que nadie recuerda. Para sobrevivir al margen del sistema, abrió una academia que tuvo hasta la muerte y que todavía continúa a través de algunos de sus alumnos. Lo entrevisté hace tiempo, cuando escribía en el Avui. Me contó que descubrió que estaba condenado a ser pintor el día que se murió su tío.

—Mira que le quería de todo corazón, a mi tío, pero mientras él agonizaba no podía pensar en nada que no fuera la luz que caía sobre la cama y una parte de su cara.

En el fondo, era un señor rígido que llevó hasta el extremo unos ideales arcaizantes; en parte para protegerse de la corrupción del mundo franquista. En casa lo queríamos porque enseñó a pintar a mi madre, y porque era fiel a sus convicciones. Tenía un sentido particular de la grandeza, más románico que gótico o renacentista. Su mala leche, pero, era demasiado oscura, estaba demasiado enfadado con el mundo para poder ser un genio.

Para no perderme en un laberinto de miedos, he intentado recordar quién era yo y cómo era mi país cuando la facultad me rescató de las fiebres del aburrimiento. La vida me pasaba por delante y los recuerdos eran como las letras de un papel que se ha caído al agua. Me encontraba demasiado bien, mecido por la memoria, y esto hacía que me costara fijar la atención en alguna idea. Las ideas se multiplicaban y al final parecían pajaritos que oyes piar fuerte pero que sólo puedes ver de reojo, escondidos entre las ramas.

Justo cuando empezaba a flaquear y a notar el peso del pesimismo, he recibido una llamada. Era un lector que se quiere marchar a estudiar a la Sorbona. "Me parece que la Unión Europea quiere comprar el talento a peso", me ha dicho contento, secretamente entusiasmado de ver las opciones que se le abren. El desaliento que arrastraba cuando hablamos la última vez me ha recordado que asisto al nacimiento de un mundo, y que los nacimientos son sorprendentes y traumáticos. No todos los mundos nacen igual de sanos, ni ofrecen las mismas posibilidades, pero todos los mundos hacen ilusión, sobre todo cuando están por estrenar y puedes participar en ellos limpio de culpa.

Me parece que Bruselas intenta hacer fuego nuevo. Este año, ha multiplicado las becas universitarias y ha engordado la dotación. Igual que hace Madrid, mira de aprovechar la fuerza cruda del dinero para mecanizar el pensamiento y ponerlo en manos de una casta de funcionarios jóvenes más obedientes. Una de las cosas que Micó me ha contado esta mañana es que las directrices europeas aprietan a los centros académicos para volver a la figura del profesor que vive atado a la Universidad. Aquello de combinar el aula y la calle, que hace veinte años estaba tan de moda, tiene los días contados. El empirismo es cosa de los ingleses, que después te hacen un Brexit o una iglesia nacional. Francia prefiere las abstracciones, igual que España o Alemania.

Europa no quiere más sustos e intentará reconstruirse desde arriba, para dejarse caer despacio, como hizo el Imperio Hispánico. La clase mediana ya no cree en las instituciones y hace falta una generación de sacerdotes sin memoria que vuelvan a legitimarlas. "Ve a la Sorbona y quédate una temporada", le he dicho a mi lector. Europa es la salida más segura y provechosa que tenemos, aunque esté llena de problemas.

—¿Quieres decir que me tengo que colocar en el extranjero antes de que España se colapse? —me ha preguntado con un cinismo jovial, de chico que se siente fuerte porque ha aprendido algunas cosas antes de tiempo.

Sin el poder político, he aclarado, la mejor salida que tenemos para intentar participar en el mundo es probar de tomar posiciones en la Europa del futuro. Los catalanes somos expertos en hacer camino en imperios dislocados, embarrancados en los arenales gloriosos de la historia. Una ciudad europea a dos horas de avión ya no se puede decir que sea el extranjero. Bruselas se encontrará cada vez más atrapada entre los Estados Unidos y el mundo chino, igual que la España del siglo XIX bailaba entre Francia e Inglaterra.

—Además, en los lugares civilizados las cosas más interesantes pasan siempre en los márgenes —me ha comentado mi lector, como si hubiera leído muchos libros y, a su edad, ya se preparara para no necesitar nada más en toda la vida.

Hemos hablado de las veces que la facultad me ayudó a dar un salto adelante. Primero, cuando entré a estudiar Periodismo, que es una cosa que ya explicaré, y después cuando me dieron la beca. Entonces mi vida también me parecía un desierto. Ni las estructuras del país, ni los valores de la familia ni las inquietudes de mis amigos me ofrecían nada que me motivara. Esperando alguna señal, vegetaba como un liquen, intentando consumir la mínima energía. Si solo tuviera en cuenta las cosas que he aprendido desde entonces, me pensaría que el país se encuentra en el momento más dulce del siglo.

La cuestión es no ponerse límites, y aprovechar los instantes que nos dan perspectiva para mirar la vida desde el cielo, con la mirada penetrante y panorámica de un águila. Yo necesito que el país se abra al continente para poder seguir evolucionando, para no quedar atrapado como mis padres o mis abuelos. Espero que la Sorbona haga en la vida de mi lector el papel que Blanquerna hizo en la mía, que lo ayude a conectarse con la tradición, a dominar un mundo que, ahora mismo en Catalunya, es difícil que nadie te explique en una clase.

Cuando nos hemos despedido he pensado que, excepto el Tresserres, que siempre me pareció muy conectado con la historia del país, todos los profesores de Blanquerna que me influyeron tenían una relación infantil con el sexo porque tenían una relación infantil con la lengua. Cuando digo que tenían una relación infantil con el sexo no quiero decir que participaran de las obsesiones que han proliferado desde que internet llena nuestras vidas.

Sencillamente no sabían qué hacer con la energía que el erotismo da a los hombres y la perdían de maneras lamentables. Se pensaban que eran sexis porque eran periodistas, pero a pesar de que vivían de enseñar el oficio, y de escribir en los diarios, no sabían que tenían una relación de andar por casa con el idioma que hablaban. Ahora no sabría explicar hasta qué punto esto me los hizo cómicos y cómo acentuó durante unos años mi estupidez y la timidez con la cual había intentado siempre encubrirla (...)