Me llegaba ayer un "meme" (esa imagen que resume de manera visual, acompañada de una frase, un hecho desde la crítica y el humor) en el que aparecía una niña "del futuro" agobiada, estudiando aparentemente Historia, y concretamente el periodo que actualmente nos ha tocado vivir a nosotros. Estaba agobiada, se entendía, por la cantidad de cosas que tenía que estudiar: una crítica desde el humor y el sarcasmo ante la ingente sucesión de hechos que estamos presenciando.
Desde que llegó la pandemia se suceden acontecimientos sorprendentes, que modifican nuestro día a día de manera brutal; que afectan nuestra concepción de la salud, de las relaciones con los demás, que nos hacen pensar sobre nuestros derechos, nuestras libertades; que han activado en muchos de nosotros la necesidad de preocuparnos por estar más informados.
Desde hace ya más de dos años nos hemos visto en la obligación de gestionar miedos colectivos, pero también individuales; nos hemos visto forzados a tomar decisiones sin tener muy claro si acertaríamos. Hemos confiado en lo que se nos ha recomendado; y también hemos desconfiado de lo que se nos ha dicho. Hemos sentido algunos la desprotección ante una falta de respuestas nunca antes vivida. El mundo de pronto ha convulsionado. Guerras, hambrunas, catástrofes naturales, y crisis. A ratos todo parece apocalíptico.
Gente que decide cambiar su manera de vivir de forma radical. Mucha gente que ha adaptado su trabajo y su hábitat a una nueva realidad en la que hemos "practicado" cómo llenar nuestras despensas, a tener mucho cuidado con el consumo (de combustible, de energías varias). De distintas maneras hemos prestado más atención a nuestra economía doméstica a medida que vamos escuchando datos catastróficos sobre la economía global.
En estos tres últimos años algunos hemos visto la política desde otro punto de vista: hemos analizado las decisiones que se han ido tomando, de manera más o menos acompasada, en los distintos países del mundo. Por primera vez, al menos en mi vida, he podido asomarme al mundo para comparar las portadas de los diarios, para contrastar discursos presidenciales, medidas sanitarias, de seguridad y confinamiento. Hemos podido sentir una conexión real de una punta a otra del planeta. Y se han podido observar de una manera más clara las diferencias, las brechas y las enormes injusticias que las decisiones de un lugar suponen en otros.
Somos poco conscientes, por lo que se ve, de lo que tenemos encima. Y quizás sea porque se han encargado muy bien de desmovilizarnos. La característica quizás más grave de esta nueva normalidad.
No sabemos qué nos deparará el final del verano. A juzgar por los avisos de la clase política, parece que podría llegar una nueva ola, restricción de acceso a combustibles, ajustes económicos y tensiones internacionales. Los datos apuntan hacia octubre como un mes delicado. Mientras tanto, ha habido quienes han apostado por darse un homenaje estival, endeudándose con créditos personales hasta las cejas que no saben bien cómo pagarán. Pero tras casi tres años de una sensación de presión insoportable, no son pocos los que han necesitado disfrutar.
Sin embargo, ante el miedo que nos lanzan continuamente, los números en las cancelaciones de reservas del sector hotelero han sido también elevados. El 40% de los españoles se han visto obligados a posponer sus vacaciones, el 57% las ha acortado y el 30% las ha cancelado. Casi el 80% nos vamos a quedar en España este verano. En mi región, Castilla La Mancha, según un estudio realizado por El Observatorio Cetelem, buena parte de la población, sobre el 40% ha decidido gastarse un 24% menos, esto es, unos 671 en comparación con lo que se supone que se gastó el verano pasado, que de media fueron 878 euros.
La gasolina es un factor importante ahora, más que nunca, a la hora de organizar un viaje. Pero también lo es el alojamiento, que se ha encarecido también. Echamos cuentas continuamente en esta nueva normalidad, mucho más que antes. Ir al supermercado y descubrir que la mayoría de los productos cuestan más que antes, y algunos de ellos, aunque cuesten "lo mismo", vienen en paquetes sutilmente reducidos. Llenar un carro de la compra te cuesta bastante más que antes. Y probablemente hayas modificado algunos hábitos de consumo y ahora apuestes más por productos frescos, de cercanía y por hacer la compra más a menudo en lugar de ir al supermercado a llenar la despensa. El bofetón de la calefacción del pasado invierno nos ha dejado temblando de cara al próximo invierno. Aunque ahora es verano, y todos los miedos parecen hacerse más pequeños con el calor del sol y la luz, lo cierto es que esta nueva normalidad nos ha hecho cambiar.
Estamos viviendo momentos de innumerables giros, de un sinfín de adaptaciones y es importante que seamos capaces de entenderlas y de gestionarlas. Desde el sentido crítico, desde la conciencia de clase que no tenemos, porque es precisamente ahora cuando deberíamos darnos cuenta de que hay que protegerse ante los abusos que se están cometiendo bajo el manto del miedo, de la pandemia, de la guerra y de los cataclismos climáticos. Detrás de todos estos dramas, que sin duda lo son, están los derechos, las garantías que deberíamos asegurarnos para todos.
Aquí no lo estamos viendo, pero las revueltas populares que están comenzando a recorrer diferentes países de Europa bien merecerían nuestra atención y análisis. Porque lo que vemos en el supermercado, al echar gasolina, al pagar la luz, al irnos de vacaciones, al acudir a un centro sanitario público, es la prueba de que el sistema está colapsando. Y los que tenemos más papeletas para sufrir, somos las clases medias y las clases más bajas.
Poco se siente una necesidad de organización popular. Nada se escucha de los sindicatos ni a los supuestos partidos de izquierda. Con la que está cayendo, demasiado tranquilo está el patio. Al menos el nuestro. Somos poco conscientes, por lo que se ve, de lo que tenemos encima. Y quizás sea porque se han encargado muy bien de desmovilizarnos. La característica quizás más grave de esta nueva normalidad.