Hace cosa de un año, me encontré con un exprofesor de universidad en el supermercado. Estuvimos charlando mientras hacíamos cola en la caja. Cuando ya llevábamos un rato conversando, me dijo que sabía que soy católica, y que tal vez me haría ilusión saber que se había convertido. La conversación continuó fuera del supermercado. Quise saber los detalles de aquella caída del caballo y él estuvo dispuesto a contármelos. Se ve que había vivido la muerte de un ser querido y que el funeral de la persona en cuestión había sido un funeral laico, si es que eso puede existir. “Entonces me di cuenta de que mi idea de la muerte era otra”, sentenció. Tirando del hilo de esta idea de la muerte, supongo, se encontró con otra idea de la vida.
La conversación de supermercado me hizo pensar en cómo la secularización de la sociedad ha apuntalado la idea de que después de la muerte está la nada y, al apuntalarla, precisamente porque la nada no es fértil para explicarnos, ha convertido la muerte en un tabú. También me hizo pensar en cómo este tabú hurga y profundiza la herida del duelo, que siempre tiene una parte íntima que el colectivo no puede ni explicar, ni paliar. C. S. Lewis escribió en A grief observed, un libro que versa sobre el duelo por la muerte de su mujer, que “No hay nada que puedas hacer con el sufrimiento. No puedes compartirlo, ni siquiera puedes describirlo. El dolor verdadero es mudo”. Y aceptando esta verdad íntima, la herramienta que hemos elegido colectivamente para lidiar con la muerte ha sido un silencio estéril.
La conversión de quien había sido mi profesor fue consecuencia de buscar las respuestas que el tabú y el silencio no podían brindarle. Hoy, las redes están llenas de columnas e hilos teorizando sobre la simbología católica y el resurgimiento de la espiritualidad. Pero la fe no son unos símbolos, ni un imaginario. Ni siquiera es solo una identidad. Descubrir que hay un Dios que es Padre para nosotros y nos ama es un cataclismo, un cambio en la persona de raíz que, de hecho, funciona de una manera bastante parecida a como nos afecta la muerte de un ser querido: nos hace advertir que todo es circunstancial. Que nuestra vida en la Tierra es circunstancial. Que quien escribe este artículo es circunstancial. Pero que entre todas estas circunstancias, hay algo que perdura, que resiste el embate del cambio constante, y que nos sostiene también, sobre todo, cuando el dolor es tan verdadero que es mudo. Vivir una muerte de cerca tiene el mismo potencial para ordenarnos las prioridades que la proximidad con Dios. Pensando en la relación que hemos tenido con quien ya no está, en lo que echamos de menos, en todo lo que podríamos haber hecho mejor, dotamos de importancia a unas cosas y entendemos que hay otras que, a la luz de nuestra mortalidad, no tienen tanta.
He publicado esta columna consciente del día que es, y consciente de que hoy como ningún otro día hay quien pensará en unos nombres y apellidos concretos con añoranza, que es una de las maneras más profundas de querer
Hace unos días, haciendo scroll en Instagram, me encontré con el testimonio de un padre que se había convertido a raíz de la muerte de su hija de diecisiete años. Relataba que, durante el proceso de duelo, se había leído Mere christianity, también de C. S. Lewis, y que la explicación que el escritor hace de Dios lo había maravillado. “Dios es un Padre, y también es un Hijo, y también es un amor que existe entre el Padre y el Hijo”, decía simplificando Lewis. Esto le hizo entender que él era un padre, y que su hija estaba al otro lado de la muerte, y que el amor que él aún le tenía y el amor que sentía que su hija aún le tenía evidenciaba que había algo más. De hecho, en A grief observed, C.S. Lewis también escribe que “la muerte no me ha quitado nada de lo que realmente me importaba de mi mujer, solo la ha dejado fuera de mi alcance. Eso es todo”.
A ojos de los escépticos, esta idea de la muerte que lleva implícita la existencia de la vida eterna siempre ha sido vista como un consuelo generado por el hombre. Como una manera de facilitar la lucha con un dolor que, cuando aparece, lo atropella todo. En realidad, la posibilidad de la vida eterna ni ahorra el dolor, ni acorta el duelo. “Amar es exponerse. Y sufrir por amor no es un fracaso: es una señal de que ha sido verdadero”, sigue Lewis. Siendo así las cosas, la creencia en la vida eterna no hace menos verdadero el amor por quien ya no está, sino al contrario: lo hace más verdadero porque lo hace aún más fértil. Porque le da un horizonte y porque abre las puertas a establecer un compromiso con Dios y con uno mismo sobre la manera en que debe ser vivida la vida. No facilita la lucha, ni suaviza el dolor: le da un sentido sobrenatural que, sin ahorrarnos ni una migaja de sufrimiento, nos ofrece la posibilidad de transformarnos de raíz.
El amor que nos queda cuando el otro ya no está sirve de recordatorio de que nuestro corazón no está hecho para este mundo, por eso la experiencia de la muerte puede favorecer conversiones. Por eso dicen que Dios aprovecha todas y cada una de las grietas. He publicado esta columna consciente del día que es, y consciente de que hoy como ningún otro día hay quien pensará en unos nombres y apellidos concretos con añoranza, que es una de las maneras más profundas de querer. Me ha parecido que volver a hacer pública una idea de la muerte fuera de la nada es una manera de matar el silencio que, en nombre del respeto hacia la no-religiosidad —o incluso no-espiritualidad— de lo común, nos aprisiona con nuestro propio sufrimiento y nos impide ponerle palabras para compartirlo. El tabú en cuestión tiene un punto de irremediablemente irónico, la verdad, porque si hay algo que une a la humanidad es la certeza de que un día nuestro cuerpo dejará de funcionar. Hoy, sin embargo, los cristianos celebramos que nuestra vida no es la vida de nuestro cuerpo porque, gracias a Dios, nuestra idea de la muerte es otra.