Se repite hasta la saciedad que el futuro judicial de Begoña Gómez dependerá de un jurado “ideologizado”, que en Madrid —según algunos opinadores carentes de base racional— será inevitablemente de derechas porque así fueron las últimas elecciones autonómicas. Estas afirmaciones no solo son incorrectas, sino que buscan sembrar dudas sobre la justicia antes de que el procedimiento siquiera empiece. Y la mejor manera de combatir los bulos es con hechos, datos y un poco de pedagogía democrática.
La Ley orgánica del Tribunal del Jurado se aprobó en 1995 con una mayoría clara en el Congreso de los Diputados: 182 votos a favor y 124 abstenciones, estas últimas del Partido Popular. El PSOE, entonces en el Gobierno, impulsó y presentó la norma como un avance democrático, cumpliendo un mandato expreso de la Constitución de 1978 —el artículo 125— que reconocía el derecho de los ciudadanos a participar en la Administración de justicia. Lejos de ser una extravagancia, el jurado se concibió como un instrumento para acercar la justicia al pueblo, reforzar su legitimidad y garantizar que las decisiones más graves se adoptasen con participación ciudadana. El Partido Popular no se atrevió a votar en contra, pero tampoco quiso apoyar, de modo que se abstuvo en bloque. Así, la ley salió adelante con el respaldo de la mayoría socialista y de otros grupos, saldando una deuda democrática.
Y, sin embargo, tras casi treinta años de vigencia, justo cuando un caso de gran relevancia política recae en un jurado, aparecen los ataques contra esta institución. La paradoja es evidente: durante años se han denunciado el corporativismo judicial, la politización de los altos tribunales y los nombramientos por cuotas partidistas en el Consejo General del Poder Judicial, y ahora que una causa se someterá al juicio de ciudadanos corrientes, ajenos a esas lógicas de poder, algunos —que se suponen eran progresistas— ponen en duda al jurado como si fuera manipulable. En realidad, la reacción dice más del caso que de la institución: el problema no está en quién enjuicia, sino en a quién se enjuicia.
Conviene recordar algo básico: el jurado español no es un órgano técnico que dicte sentencias complejas ni que deba resolver diagnósticos imposibles. Su función es más limitada y, a la vez, más trascendente: pronunciarse sobre si unos hechos han quedado probados o no. Nada más y nada menos. No se requieren conocimientos especializados en derecho —de hecho tenerlos impide ser miembro de un jurado, porque no resuelven cuestiones de interpretación legal: lo que se exige es sentido común, capacidad para escuchar pruebas, valorar testimonios y deliberar hasta alcanzar una conclusión razonada. Esa es precisamente su fuerza: ciudadanos desde su experiencia vital juzgando hechos, no aplicando tecnicismos ni resolviendo la papeleta de unos u otros.
A la hora de decidir, la ley es clara. Para declarar probados hechos desfavorables al acusado (culpabilidad) hacen falta siete de los nueve votos, una mayoría reforzada. En cambio, para los hechos favorables (inocencia) basta con cinco. El jurado está diseñado para proteger la presunción de inocencia: si no hay siete ciudadanos convencidos de la culpabilidad, el acusado se beneficia de la duda. No es una lotería ni una cuestión de ideologías: es un sistema garantista que obliga a un consenso muy amplio para poder perjudicar al acusado.
Pasemos a los números de Madrid, que algunos opinadores manipulan en una sincronizada catarata de diseminación de bulos. En las últimas elecciones autonómicas, el Partido Popular obtuvo el 47,3 % de los votos y Vox el 6,6 %, lo que suma aproximadamente un 54 % de apoyo al bloque de derecha y ultraderecha. Pero hay un dato fundamental que suele ocultarse: la abstención rondó el 30 %. Es decir, casi un tercio del censo no participó. Dicho de otro modo, ese 54 % no es del censo, sino del voto emitido.
Si se calcula sobre el censo total, la suma del PP y Vox apenas representa un 39 % de todos los ciudadanos con derecho a voto. Aquí la manipulación se hace evidente: una cosa son los resultados de unas elecciones y otra muy distinta es el censo del que se extraen los jurados.
Hagamos un ejercicio sencillo: si tomamos ese 39 % y lo aplicamos a un jurado de 9, el resultado es 3,5 miembros. Es decir, tres o cuatro jurados como máximo. Tres y medio, que ni siquiera llegan a cuatro, no constituyen mayoría para nada: ni para declarar hechos desfavorables, que exigen siete votos, ni para bloquear hechos favorables, que con cinco ya están asegurados. En otras palabras, incluso si esa traslación fuera real —y no lo es, porque los jurados se extraen del censo, no de los votos emitidos—, nunca bastaría para condenar. A lo sumo, confirmaría la presunción de inocencia.
Además, en un juicio con jurado la persona acusada nunca está sola. Cuenta con una defensa letrada que no solo puede, sino que debe, explicar las pruebas, ordenar los hechos y convencer al jurado. Esa es la esencia del proceso: una defensa bien preparada, capaz de conectar con el sentido común de los ciudadanos, puede revertir cualquier prejuicio inicial y conducir al jurado hacia una conclusión justa. Que la defensa no haya previsto que el caso fuera enjuiciado por un jurado popular no supone una desventaja insalvable: implica, simplemente, que el proceso exige una preparación distinta, más didáctica, más directa, más cercana al ciudadano.
No se trata de defender la justicia, sino de blindar a determinadas personas frente a un juicio como cualquier otro ciudadano
Por eso resulta tan grave e irresponsable insistir en mensajes alarmistas. Lo que buscan no es informar, sino desacreditar al jurado antes de que se pronuncie. Quieren preparar el terreno para gritar manipulación si la decisión no encaja con sus intereses. Pero la realidad es otra: el jurado es una institución democrática robusta, diseñada para proteger derechos fundamentales, con reglas estrictas que favorecen al acusado y con un procedimiento de selección que asegura la pluralidad. Que ahora, justo cuando la causa afecta a personas vinculadas a un eje de poder, se ponga en duda al jurado revela la verdadera motivación: no se trata de defender la justicia, sino de blindar a determinadas personas frente a un juicio como cualquier otro ciudadano —no quieren que la justicia sea igual para todos.
La participación ciudadana en la justicia no es un riesgo, sino una fortaleza. Obliga a que los procedimientos sean comprensibles, a que las pruebas se expliquen con claridad y a que la legitimidad de la decisión no provenga solo de la toga, sino también de la comunidad. En países con larga tradición democrática como Francia, Estados Unidos o Reino Unido nadie cuestiona la existencia del jurado; aquí, en cambio, algunos se empeñan en caricaturizarlo cada vez que un caso político o mediático llega a sus manos. Eso no habla del jurado, sino de nuestra falta de cultura democrática y del miedo de algunos a perder el monopolio del relato judicial.
El caso de Begoña Gómez debería afrontarse con normalidad: será juzgada, si procede —cosa que dependerá del régimen de recursos, con las garantías de siempre, con un jurado sorteado del censo, con mayorías reforzadas y con la presunción de inocencia intacta. Que en Madrid un bloque político obtuviera mayoría en unas autonómicas no cambia nada de eso. No determina la composición del jurado, no asegura una mayoría hostil y, en ningún caso, permite una condena sin siete de nueve ciudadanos convencidos. Quien diga lo contrario o desconoce la ley, o quiere engañar. Y, en último extremo, siempre queda en manos del Gobierno —digamos del marido— la posibilidad de indulto, un as en la manga que tampoco debe obviarse ni olvidarse.
En definitiva, el jurado español es una apuesta por la democracia que se aprobó con mayoría clara en el Parlamento y que protege mejor que ningún otro tribunal el principio de inocencia. Ni las elecciones ni los tertulianos pueden torcer esa realidad. Frente a la confusión interesada, conviene insistir en la verdad: el jurado no es el problema sino parte de la solución. Defenderlo hoy es defender la justicia misma frente a quienes quieren debilitarla con bulos.