En España se repite una explicación tan cómoda como equivocada: el auge de la extrema derecha es culpa de todos menos del Gobierno. Es culpa de la oposición, de los jueces, de la prensa hostil, de las redes sociales, de Europa, de las crisis globales, de la desinformación internacional o, incluso, de una supuesta inmadurez democrática de la ciudadanía y, sobre todo, de Junts. Esa explicación, repetida con insistencia desde posiciones gubernamentales, es el síntoma de un poder que se niega a revisarse a sí mismo y, por tanto, elude toda responsabilidad sobre los efectos políticos de su propia conducta. Sin embargo, si hay un lugar en el que debemos buscar el origen del ascenso del extremismo, ese lugar no es otro que el Gobierno, que ha contribuido decisivamente a erosionar la confianza pública, deteriorar las instituciones, degradar el espacio político y debilitar los valores democráticos. Cuando el sistema falla desde arriba, lo que brota desde abajo no es participación, sino frustración; no es confianza, sino desencanto; y, en ese caldo de cultivo, es donde germinan inevitablemente los discursos de extrema derecha.
La primera causa de este deterioro democrático es la ausencia de un proyecto político auténtico. Un país puede soportar crisis económicas, tensiones territoriales o situaciones excepcionales de enorme calado; lo que no resiste es la sensación de vacío, de improvisación continua, de relato sin sustancia. El Gobierno ha sustituido el proyecto por el personalismo, y la visión por el tacticismo. Se gobierna, más que con ideas, con la convicción de que basta con fidelizar emocionalmente a los propios y demonizar al adversario. Ese personalismo, que erosiona las bases del pluralismo, se manifiesta en decisiones explicadas no en clave de país, sino en clave de lealtad hacia la figura presidencial. En un Estado democrático, la política debe articularse alrededor de instituciones fuertes, no alrededor de liderazgos que funcionan como polos afectivos. Cuando se gobierna desde la lógica de la adhesión emocional, se reemplaza la democracia deliberativa por una forma suave de sectarismo político, que exige fe y no pensamiento, lealtad y no diálogo.
Esa deriva no surge de la nada: se asienta sobre un deterioro ético profundo en la gestión de lo público. No se trata solo de episodios de corrupción —aunque los haya a raudales—, sino de algo más grave: la normalización de comportamientos que relativizan la ética institucional. La frontera entre lo público y lo partidista se diluye, los mecanismos de control se consideran estorbos, y los marcos constitucionales se interpretan de manera discrecional, no para servir al interés general, sino para acomodarse a las necesidades del momento. Una democracia madura depende, antes que de las leyes, de la convicción ética de quienes las aplican. Si esa convicción se debilita, el Estado entero queda expuesto a una forma de deterioro silencioso pero profundo. Cuando la ciudadanía percibe que quienes gobiernan confunden legalidad con conveniencia, y legitimidad con mera aritmética parlamentaria, concluye que el sistema es una estructura plástica, moldeable según quien ocupe el poder. En ese momento, la confianza —que es el capital político esencial de cualquier democracia— se desmorona.
La corrupción, en este contexto, no es solo económica: es institucional, moral y democrática. Es corrupción usar las instituciones como instrumentos de combate político. Es corrupción tensionar al máximo órganos de control que deberían permanecer independientes. Es corrupción degradar la meritocracia, trivializar el control parlamentario, colonizar espacios de poder con criterios de afinidad personal y debilitar la cultura de la responsabilidad pública. Cuando esa forma de corrupción se normaliza, las instituciones pierden la autoridad moral que debe sostenerlas. Y cuando las instituciones dejan de ser referentes de imparcialidad, los ciudadanos buscan soluciones fuera del sistema. La extrema derecha aparece entonces como lo que nunca debería llegar a ser: una alternativa frente a la decadencia. El fascismo no emerge cuando los extremistas se vuelven más fuertes; emerge cuando los moderados dejan de creer en su propio sistema.
Otro factor decisivo del desencanto es la incoherencia convertida en forma de gobierno. Se establecen líneas rojas que desaparecen a los pocos días; se proclaman principios que se traicionan sin explicación; se construyen relatos vibrantes que duran lo que dura la siguiente necesidad estratégica. Esa volatilidad moral erosiona la credibilidad del poder y transmite a la sociedad una idea devastadora: que, en la política española, nada es estable, nada es verdaderamente sincero y nada se construye pensando a largo plazo. La democracia, para funcionar, necesita de la coherencia como pilar moral. Sin coherencia, solo hay oportunismo. Y el oportunismo prolongado destruye la percepción de que la política sirve para algo distinto a la autoconservación de quienes la ejercen.
A esta cadena de problemas se suma un elemento estructural: la complicidad de determinados medios de comunicación. No se trata únicamente de afinidades ideológicas, sino de intereses económicos que condicionan la línea editorial, la intensidad de la crítica y el nivel de fiscalización hacia el poder. Cuando una parte relevante del ecosistema mediático asume un papel de protección, de justificación automática o de silenciamiento selectivo, se produce una forma de corrupción informativa que vulnera directamente el derecho constitucional a una información veraz. La democracia necesita medios críticos, incómodos, imprevisibles para el poder. Cuando los medios se convierten en extensiones del Gobierno o en socios interesados, se quiebra la confianza pública, y la información deja de ser un mecanismo de control ciudadano para convertirse en un dispositivo de propaganda. Sin prensa libre, sin prensa ética, la ciudadanía queda indefensa frente al relato oficial, y esa indefensión genera sospecha, cansancio y desorientación.
El Gobierno cree que basta con advertir sobre “el peligro de la derecha” para detener el avance del extremismo. Cree que el miedo puede sustituir a la política. Cree que la movilización emocional constante sirve como antídoto contra la radicalización. No ha entendido nada. El extremismo no crece cuando se combate a la derecha, sino cuando se degrada el centro político, cuando se pervierte la ética pública y cuando se alimenta la desafección. Nadie abandona la democracia por capricho: lo hace porque siente que la democracia ha dejado de representarle. Y cuando un gobierno actúa como si la política fuese una prolongación de su propia voluntad, y no una estructura plural al servicio del país, destruye las bases mismas sobre las que se sostiene la confianza ciudadana.
El auge de la extrema derecha en España no surge de un vacío ideológico, sino de un vacío institucional
El auge de la extrema derecha en España no surge de un vacío ideológico, sino de un vacío institucional. No proviene de la rebeldía cultural de la ciudadanía, sino de la decadencia ética del poder. No es fruto del exceso de crítica, sino de la falta de autocrítica. Es la consecuencia directa de un gobierno que ha confundido liderazgo con autopromoción, que ha utilizado las instituciones como un escudo personal, y que ha despreciado la importancia de la coherencia, la estabilidad y la fortaleza institucional. Las democracias no se derrumban de un día para otro; se desgastan lentamente cuando quienes deben protegerlas deciden utilizar sus mecanismos para construir un régimen de conveniencia, no un Estado de derecho sólido.
El extremismo siempre llega cuando la política convencional falla. Llega cuando se rompe el pacto moral entre gobernantes y gobernados. Llega cuando las instituciones se perciben como irrelevantes, y la justicia como parcial. Llega cuando la ciudadanía siente que el poder vive en otro mundo y que su vida es ajena a las prioridades de quienes dicen representarla. Por eso, señalar al adversario y advertir sobre “lo que viene” no resolverá nada. Nada detendrá a la extrema derecha si antes no se reconstruye la confianza en las instituciones, si no se devuelve a la política su dimensión ética y si no se abandona el personalismo que hoy sustituye a la visión de país.
Quienes creen que la extrema derecha crece únicamente por culpa de los demás deberían mirarse en el espejo de sus propios actos. Deberían analizar cómo su falta de coherencia, su corrupción moral, su desprecio por los contrapesos institucionales y su proyecto político vacío han alimentado una desafección social profunda. Cuando las instituciones fallan, surgen inevitablemente soluciones milagrosas que ni son soluciones ni son milagrosas. Y lo verdaderamente alarmante es que, si el Gobierno continúa negándose a asumir su responsabilidad en esta deriva, no será la extrema derecha la que destruya la democracia: será la propia mediocridad del poder quien le abra la puerta y, en definitiva, no será culpa de Junts.
