Confieso que me siento abrumado desde hace tiempo, profundamente trastornado, por lo que está sucediendo en la Franja de Gaza. Creo que lo tiene que estar toda persona decente. Estoy hablando de la respuesta de Israel al ataque sorpresa, el 7 de octubre de 2023, de los terroristas de Hamás, que mataron en torno a 1.200 personas y secuestraron a 250. Me siento abrumado y trastornado justamente por la brutalidad, por la crueldad y por la desproporción de la respuesta del gobierno israelí, liderado por Benjamin Netanyahu. Tanto es así, que escribir este artículo me está resultando incómodo, mucho más difícil de lo normal. Y eso que no me considero de las personas a las que, desde de siempre y por motivos que sería largo de averiguar, la cuestión de Israel y Palestina les apasiona, enardece e incluso a menudo ciega, unos alineados con el bando israelí y los otros, con el palestino.
La respuesta de Israel, todavía en curso, me ha llevado a plantearme el 'coste moral' o 'precio moral' al que su gobierno y una buena parte de la sociedad israelí están dispuestos para —dicen— lograr seguridad. Una seguridad futura que, además, no está garantizada. Todavía menos a largo plazo. El sufrimiento y la herida palestina, estoy convencido, tendrán consecuencias para Israel. Matar a miles de personas y forzar el desplazamiento de todo un pueblo, o de una gran porción de un pueblo, nunca es gratis, nunca resulta inocuo. Dicho esto, volvemos a Israel y al 'coste moral' de lo que está haciendo. (Alguien puede enmendar que la moral no pinta absolutamente nada en este terrible asunto; no lo creo: al contrario, encuentro que es un elemento absolutamente fundamental siempre que existe violencia.)
¿Es posible, es pensable, que 'precisamente' la experiencia indecible del exterminio tenga que ver, de algún modo, con la respuesta desproporcionada y descomunal de Israel al ataque de Hamás?
Cuando se pone en marcha un ataque como el de Israel, hay que asumir varias cosas. La primera es que nadie sabe si las cosas saldrán como se han planeado, ni si los objetivos serán alcanzados. Sobre el peligro de que el objetivo no se consiga, han sido muchos los que han advertido a Netanyahu, entre ellos destacados exresponsables militares y de la inteligencia de Israel. Las cosas han salido mal miles de veces en la historia. Podemos pensar, por ejemplo, y para no retroceder hasta Herodoto, en las tropas nazis en Stalingrado, las soviéticas en Afganistán o las estadounidenses en Vietnam. Existe, pues, incertidumbre. O, dicho de otra forma, probabilidades de no conseguir lo que se busca. O de conseguirlo solo parcialmente o, en el peor de los casos, de obtener unos resultados extremadamente negativos y catastróficos. La segunda cosa que hay que ponderar es el precio o los precios asociados a los planes trazados. Hay muchos. De tipo económico, social, etcétera. También puede pasar que los gobernantes responsables acaben siendo perseguidos penalmente fuera del país. O que ese estado se convierta en un estado medio aislado o aislado del todo, con su reputación internacional por los suelos, como ya le empieza a ocurrir en Israel, a pesar del aval otorgado por Donald Trump desde la Casa Blanca.
Existe también el 'coste moral'. Este tiene que ver con la cantidad de dolor que alguien está dispuesto a causar para lograr —intentar lograr— su objetivo u objetivos. A mí me parece que el coste moral —para los responsables políticos— y para la parte de la sociedad que los apoya— hace mucho que ha dejado de ser asumible. ¿Cuánta muerte, dolor y destrucción está alguien dispuesto a causar para alcanzar su meta? Hasta cuándo, hasta dónde, hasta qué punto, el coste moral es asumible y cuándo, en cambio, se vuelve insoportable? ¿La seguridad de Israel a medio plazo, o cualquier otro objetivo, justifica la matanza de civiles —de toda edad y condición— y la devastación de ciudades y pueblos, de todo un país? ¿Dónde está el límite? O, quizás hay que preguntarse primero: ¿hay límite? ¿Existe un coste moral máximo, una frontera? Parece que, en la conciencia del gobierno de Israel y de los que lo abonan y le facilitan las cosas, no. No la hay.
Los factores que han conducido a Israel a provocar tanto daño no pueden ser solo individuales. No podemos vincularlos, para entendernos, a uno —de Netanyahu, por ejemplo— o varios casos de trastorno de la personalidad, que en última instancia llegarían a la psicopatía. Resulta imposible que tantas personas simultánea e individualmente se hayan convertido en trastornados desde la perspectiva médica. Tiene que actuar en todo esto, a la fuerza, algún condicionante colectivo, social y cultural. Y aquí es donde, querámoslo o no, nos damos de bruces con la inclemente y dolorosa paradoja. ¿Cómo puede ser que esto pase en el seno de un pueblo, de una sociedad y de una cultura tan profundamente marcadas por el trauma inconmensurable del Holocausto? ¿Es posible, es pensable, que 'precisamente' la experiencia indecible del exterminio tenga que ver, de algún modo, con la respuesta desproporcionada y descomunal de Israel al ataque de Hamás? ¿Tiene algo que ver el hecho de sentirse, desde siempre, pero sobre todo desde la Segunda Guerra Mundial, como un pueblo cruelmente perseguido, odiado por muchos, malquerido por los estados vecinos, mil veces atacado furiosamente, con la tormenta de bombas que, mientras escribo estas líneas, arrasa la ciudad de Gaza? ¿Puede ser que la consecuencia de haber sido un pueblo víctima del odio, la persecución y la muerte no sea la compasión, sino el endurecimiento hasta extremos mareantes, inconcebibles, de la conciencia moral, la personalidad colectiva, el alma, de unos responsables políticos y amplias capas de una sociedad?