Las decisiones judiciales en torno a la eventual celebración de una consulta sobre la independencia pueden acabar viéndose envueltas en una tremenda paradoja. Como quiera que para poder votar hay que estar informado, la prohibición del acto en sí, que conlleva la de cualquier cosa que pueda facilitarlo, podría significar suspender un derecho a la información que es de todos (incluso de los que no quieren participar) y la libertad de expresión incluso de los que quieren decir que no irán a votar por no legitimar la consulta, o de los que irían a votar no, aunque sus partidos les hayan dicho que es participar de un acto ilegal.

Ha habido, sin embargo, algunas incorrecciones en el tratamiento de esta paradoja. Los partidarios de que el 1-O haya urnas con toda normalidad y previa tarjeta censal en todos los buzones (cosa que hasta ahora no ha sucedido) no tienen que intentar que los demás comulguen con ruedas de molino: cuando un juez de lo contencioso le dice a Manuela Carmena que debe suspender un acto que el Ayuntamiento de Madrid había autorizado y que versaba sobre el derecho a decidir, no tienen que diferenciar derecho a decidir de independencia, porque el derecho a decidir es una construcción doctrinal (no exenta de polémica entre mis colegas) aprovechada y usada solo por quienes quieren decidir ... ¿O es que hasta la fecha se ha visto algún acto convocado para defender el derecho a decidir lo contrario? Algo parecido sucedió en los debates sobre las consultas populares que se desarrollaron en diversos municipios para emular la consulta sobre la independencia de Arenys de Munt en 2009 (recuérdese que es antes de la sentencia del TC sobre el Estatut). Debo decir que hice muchos bolos y creo que fue porque poca gente quería defender la posición del no.

La paradoja absurda que ha generado el Estado intentando que la ley se cumpla tiene su origen en una conducta impensable en instituciones políticas de la Europa del siglo XXI 

Pero estamos en otro tiempo y ya no se habla de consulta sino de referéndum, y ya no es algo improvisado en un consistorio, sino armado de una ley que ha sido suspendida por el TC. La razón de que no exista campaña por el derecho a decidir no es obvia: el no es el statu quo, no hace campaña porque la campaña es el propio Estado, a pesar de que en más de un caso ya se empiece a apreciar la desconfianza de que éste sea capaz de defender la posición del no auténtico, es decir, del no a la convocatoria. El no auténtico, el no a la convocatoria, no cree que Catalunya sea una nación más allá de en un sentido cultural; cosa distinta son las personas que, sin entrar en más honduras (importantísimas en el plano jurídico, pero irrelevantes en el político), están dispuestas a participar en la consulta para decir que no quieren la independencia, pero que quieren saber a qué atenerse y que están dispuestas a aceptar el resultado. De éstas, una mayoría no está dispuesta a hacer la consulta a cualquier precio, no de cualquier modo, y a que pudiera transigir sobre ese aspecto no menor no ayudó (más bien lo contrario) la imposición de un trámite anómalo (siquiera sea por contrario al Estatut) y de un contenido esperpéntico (por la falta de neutralidad de convocantes y garantes) en la aprobación de la ley que lo ha de regular. Sí, ya sé que Lluís Corominas advirtió con tono y apariencia de tristeza (y le creo) que se han visto abocados a ello, y que Santi Vila ha manifestado que Rajoy habría de preguntarse (y debería) por qué una persona como él ha firmado la convocatoria. Pero la indignación no es siempre santa indignación y, sobre todo, nunca debe vestirse el incumplimiento propio con el que perpetra el ajeno.

A modo de resumen, la paradoja absurda que ha generado el Estado intentando que la ley se cumpla tiene su origen en una conducta impensable en instituciones políticas de la Europa del siglo XXI; incluidas las catalanas, claro.