No me gusta el pesebre de Ada Colau, pero ni ella puede evitar referirse de algún modo al acontecimiento que marcó el inicio de nuestra era. Se ha explicado en clave mítica, antropológica, cabalística o cristiana, pero en todas la Navidad significa cada vez el comienzo de la historia, golpeando por toda la eternidad, como si Dios latiese en sístole y diástole desde siempre y por siempre. Porque en la clave divina el tiempo no tiene sentido.

En la humana, en cambio, el tiempo parece que lo es todo, y así, cada 25 de diciembre se reproduce el milagro de la cosificación temporal de lo divino con el único objetivo de demostrar que hasta lo más alto puede ponerse a los pies de lo más bajo y abrazar amorosamente su peor condición. La revolución cristiana es esa, la capacidad de extender sobre el mal el manto precioso e inconmensurable del perdón. En la treintena, cuando el que nace cada año tenía ya una vida pública, la culminación de esta revolución fue su sermón de la montaña, porque allí la esperanza de lo que puede llegar a tener quien nada tiene se hizo luz. Claro que ricos y pobres no eran quienes mucho o poco tienen en lo material, sino quienes desde cualquier posición se abandonan, desprendiéndose de las cosas y de los afectos, al amor de Dios. ¡Ah!, y por eso muchos son los llamados y pocos los escogidos. Pero sabemos quiénes son esos escogidos porque su cara, su gesto, su voz lo dice todo. Y ni reniegan, ni juzgan, ni hay en su cara otra cosa que alegría, de modo que a quienes desearíamos esa condición con todas nuestras fuerzas, pero siempre nos quedamos a las puertas, nos provoca esa inevitable envidia del saber y no poder.

Todo empieza la madrugada del día 25. Queda poco. El “ni olvido ni perdono", tantas veces escuchado, traduce en palabras el resentimiento acumulado a lado y lado de cada conflicto (también del nuestro, pequeño ridículo mediocre comparado con todo el dolor que se retuerce en el mundo), pero hasta en el más hondo de todos ellos alienta una esperanza. Somos capaces de hacerlo, porque somos las criaturas de Dios, de la bondad infinita, de quien todo lo puede. Y si Él puede, también podemos quienes, hechos a su imagen y semejanza, hemos crecido y nos hemos multiplicado en esta tierra ahora sacralizada por quienes olvidan que la más perfecta criatura de todo lo que existe es justamente esa a la que ahora demoniza... el propio ser humano. Con ese extraño gusto por la flagelación olvidamos nuestra mayor y mejor condición, que aunque gratuita, existe. Porque es recordable, y está ahí dispuesta a aparecer en cuanto le demos la oportunidad.

Es Navidad, queda ya muy poco. Es otra oportunidad de conseguirlo. Otra llamada a nuestra puerta. Él no se cansará jamás. Incluso el último día de nuestra vida. Incluso después, aunque nadie haya vuelto para contarlo. Siempre es tanto tiempo que incluso podríamos, por conseguir cubrirnos con el manto de nuestra mutua caridad vivificante, renegar de las mejores películas del gran Eastwood. Con perdón, Clint, con perdón.