Se inicia un nuevo gobierno con las compulsiones de siempre y algunas nuevas. ¿Por qué se resisten los sucesivos presidentes a aceptar que el Ministerio de Cultura carece de sentido? Si lo que el ser humano hace no es cultura, ¿qué es? ¿Es que la cultura no se nutre de una fuerte industria que le da contenido y ruedas sobre las que circular? ¿O es que la cultura no se apoya en una enseñanza que deje de decirle a los estudiantes que solo se salvarán siendo ingenieros? Si la ingeniería no hace una reflexión humanística sobre el futuro del trabajo y su relación con el ocio, y la sanidad no se apoya en una nueva manera de cultivar (cultura) el propio cuerpo en el deporte y la alimentación y, por tanto, también en una agricultura, ganadería y pesca que trabajen por el equilibrio entre alimento y ecosistema, ¿qué sentido tiene hablar de cultura? Y si lo hacen ¿qué sentido tiene hablar de un Ministerio de Cultura?

Algo parecido sucede con el Ministerio de Medio Ambiente, se llame así o de “cambio climático”. Obviemos que la titular propuesta por Sánchez estuvo directamente implicada en la firma de la Declaración de Impacto Ambiental del almacén de gas Castor en Vinaròs, a propuesta de una filial de ACS. En todo caso, ¿a qué medio ambiente nos estamos refiriendo? Sea entendido de acuerdo con los parámetros del momento en que se promulga la Constitución (entonces pionera en reconocer la necesidad de su protección) o como casi un derecho en la concepción actual, es evidente que el cuidado del medio ambiente tiene efectos sobre la manera en que deben ser concebidas las políticas de vivienda, o de las mencionadas agricultura, ganadería y pesca, y ya no digamos en la concepción holística de la economía y la industria. Porque el medio ambiente no es un sector, sino una manera de mirar los otros, como también podemos decirlo de la cultura, y en mi opinión, también de la igualdad.

Si ni los conservadores tienen clara la importancia de reducir el aparato del Estado a su esencia, ¿qué podemos pedir de partidos que entienden lo público como la salvación del individuo?

Y es que, por supuesto, Sánchez ha recuperado el Ministerio de la Igualdad, colocando al frente a Carmen Calvo y reiterándose así en el error que cometió Rodríguez Zapatero, el de entender que la igualdad es una cuestión de equiparar hombres y mujeres. ¿O es que la peor desigualdad actual es la que padecen Ana Botín o Marta Ortega, Dancausas, Daurellas o la propia Carmen Calvo? Aceptando condiciones mejorables en orden a poder equiparar salarios, ¿no ha de ser ése el cometido del Ministerio de Trabajo? ¿Y no son hoy más flagrantes y dolientes las discriminaciones de quienes nacieron o les sobrevino una discapacidad, como lo es también la que padecen los aquejados de fealdad, obesidad o pobreza? La igualdad es una ficción artificiosa; es una evidencia que somos diferentes en todo: estatura, constitución, sexo, origen o nacionalidad, y el orden lo basamos en la diferencia. Permitimos que alguien ejerza la abogacía después de completar los correspondientes estudios, y no antes, diferenciando así entre quien los tiene y quien no, y estas diferencias podrían extenderse a muchos otros ámbitos en los que personas de muy distinta condición exigen a los demás haber completado el esfuerzo que ellos en su día realizaron. La igualdad es la justicia en la aplicación de la ley, el dar a cada cual lo suyo, parafraseando a Ulpiano.

Hay, además, ministerios que en el Estado de las autonomías nunca tuvieron demasiado sentido, como es por ejemplo el de Sanidad, salvo que éste se entienda como una central de compras del material necesario para el servicio sanitario para que así pueda resultar menos costoso. Educación, en cambio, visto el modo en que ha centrifugado el sistema desde el punto de vista de la concepción de España, quizá no deba entenderse como superfluo, aunque su trabajo en pro de una cierta comunión de valores ha sido normalmente mal considerado y peor aceptado. Pero de esos otros tres de los que hablado anteriormente y que tienen una actividad transversal a cualquier sector público podríamos y deberíamos ahorrarnos el dinero que supone y transformarlos en agencias, con menor costo y personal, pero mayor capacidad de vigilancia sobre el conjunto del poder.

Pero no puede ser. Los ministerios son, en su configuración, una extrapolación de la concepción ideológica del partido gobernante. Si ni los conservadores tienen clara la importancia de reducir el aparato del Estado a su esencia, ¿qué podemos pedir de partidos que entienden lo público como la salvación del individuo? Además, ahora toca colocar a los propios, y ningún gobierno que llega deja de agradecer la oportunidad de hacerlo, por lo que podemos abandonar cualquier esperanza de que, por más jóvenes que sean los mayores representantes de los nuevos gobiernos, las viejas tendencias se abandonen definitivamente.