Si la semana pasada hablábamos de la sinyó Maria Cinta y la aprensión al cliente de las nuevas, futuristas e ineficaces oficinas store de los bancos (véase el artículo aquí), en esta nueva entrega conoceremos la visión de quien nos atiende desde detrás el mostrador (quien dice mostrador, dice barandilla). He hablado con dos trabajadores y pondremos que se llaman Aurora y Jaume. La primera dedica horas al BBVA, el segundo se gana la vida en CaixaBank. Los dos se tienen que medicar para ir al trabajo. Sufren crisis de ansiedad y a menudo tienen que simular que van a hacer fotocopias para escaparse fugazmente al lavabo o a dar un trago de agua.

"Si a mí a partir de las 11 h ya no me dejan dar dinero, tocar efectivo, hacer transferencias o devolver recibos, entonces el sistema, a la fuerza, detecta un incremento del uso del cajero y del servicio a través del móvil y ya tienen la justificación para despedir personal", lamenta Jaume. "Cada vez somos menos gente y nos obligan a dar menos servicio a la misma clientela. En la mayoría de poblaciones el sistema store no se adapta a la cultura financiera de la gente ni a sus necesidades", reconoce Aurora. De hecho, el 82 por ciento de los afectados por los despidos del BBVA son gestores comerciales y de atención al cliente, que serán sustituidos —dicen desde arriba— por asistentes virtuales y espacios interactivos de asesoría en las oficinas, expresiones que suenan muy actuales y digitales pero que tienen muy poco de atención personalizada, que es aquello que precisamente había hecho crecer a los bancos y cajas en el pasado. Matan a la gallina de los huevos de oro pero asegurándose de que el oro se lo quedan los de siempre.

Los trabajadores de los grandes bancos de golpe han descubierto que también son clase obrera

Después de innumerables fusiones, actualmente podríamos hablar de que quedan tres bancos —que no cajas— de los que llamamos grandes: BBVA, Santander-Sabadell y CaixaBank. Entre ellos hay una guerra para ver quién se lleva la mayor parte del pastel y envían a las trincheras a los trabajadores para pelearse con la ciudadanía. "Somos los que pagamos los platos rotos, cuando el cliente llega a nosotros lleva acumulada la rabia de mucho rato haciendo cola y el enfado de la estafa de las preferentes de hace diez años", aseguran. "Se ha creado el estigma de que somos gente adinerada y poco empática, llevamos tiempo aguantando insultos a la cara y, a pesar de todo, todavía hay compañeros de trabajo que creen que lo que hacemos tiene sentido, pero la verdad es que cada vez tiene menos".

Los trabajadores de los grandes bancos de golpe han descubierto que también son clase obrera. Quizás no tanto por el sueldo, claro está, pero ahora ya sí por el (mal)trato que les dispensa su dirección. Bienvenidos. Hace años parecían intocables y vivían dentro de un mundo de cierto bienestar, alejado de las penurias de la clase trabajadora en general, con otros oficios y salarios. Convendremos que la estabilidad de la que disfrutaban era cómoda. En los últimos años, sin embargo, han visto reducida su, llamémosle así, tranquilidad laboral y han empezado a manifestarse y abrir los ojos: los altos responsables de las entidades financieras menosprecian al trabajador y, de rebote, al cliente. Por lo tanto, cuando entramos en una oficina, las personas que nos encontramos detrás del mostrador (barandilla) empiezan a ser víctimas del propio sistema que no hace tanto las hacía sentir protegidas.

"Un médico no es responsable de las listas de espera, como un peón del banco no es culpable de la perversión del sistema financiero"

"Antes —continúa Jaume— con nuestro ordenador y con el cliente en frente podíamos resolver muchas más gestiones que ahora nos han quitado. Aquel trámite que yo le podía hacer en un minuto, ahora me obligan a que le enseñe a hacérselo él mismo por el cajero o por el móvil y eso me ocupa un cuarto de hora". La estadística después dirá que "aquellos 14 minutos de diferencia los pierdo y que he bajado la productividad". Jaume es lo que se conoce como un welcome (y venga con las palabras en inglés, para parecer todo más moderno), es decir: la persona de pie que recibe a todo el mundo que entra en la oficina. "No tenemos silla, ni normalmente taburete, ni acceso a pantalla de ordenador, ni lugar donde apoyar los brazos", se lamenta. Son como recepcionistas de hotel: sobre el papel sólo tendrían que orientar a quien entra y dirigirlo al experto de turno, pero en la práctica son los que tienen que tapar todos los escapes. "Tenemos ganas de dar servicio pero el sistema no nos deja", concluye.

Las personas que trabajan en un banco son peones de un tablero —en el que otros ya hace tiempo que estamos en riesgo de jaque— y ahora se dan cuenta de que la partida la mueven unos pocos privilegiados desde arriba, a quienes no les importa nada sacrificar piezas por el bien común (y por común quieren decir su bolsillo y el de sus secuaces, claro está). Se busca deshumanizar al trabajador, separarlo de la empresa y cambiarlo a menudo de oficina para que no se genere empatía con el cliente. Se quejan de que se les exige una rentabilidad por encima de sus posibilidades reales —que han sido limitadas— y que llevan años soportando el mal humor de todo el mundo: "Se nos trata mal, pero no somos los culpables, del mismo modo que un médico no es el responsable de las listas de espera y él sólo intenta atender a tanta gente como puede y de la mejor manera posible". La diferencia es quizás —pienso en voz alta— que el pueblo percibimos como imprescindible a un profesional del mundo de la salud y vemos menos necesario a un agente del banco. Los dos alzan la voz enseguida para decir una verdad tan cierta y real como dramática y preocupante: "Pero es que sin los bancos la economía no funciona". Una afirmación que oída por boca de un trabajador de banco es más impactante. Lo sistema está pervertido, es un pez que se muerde la cola y hace tiempo que en cada vuelta va perdiendo inercia y como si las branquias presintieran que el mar se acaba, parece que quieran morir matando.