Me he tomado un Martini rosso para conmemorar los cinco años de la muerte del cardenal Carlo Maria Martini. Evoco así al "Martini rosso", uno de los cardenales más sagaces y listos de los últimos tiempos a quien se tildaba de ser rosso precisamente por sus ideas adelantadas. Antes de morir, dijo que la Iglesia está "200 años atrás". Ya se sabe que las personas mayores, tontos y niños pequeños profesan la verdad. Martini era arzobispo de Milán, rector del Pontificio Instituto Bíblico y de la Pontificia Universidad Gregoriana e inventó la Cátedra de los No Creyentes. Convencido de que hacían falta más misericordia y menos regulación a golpe de derecho canónico, era una eminencia de las de antes, un eclesiástico elegante que apostaba por la autenticidad. Pedía a la gente que tomara decisiones, "porque sin riesgo no había vida". Una frase muy buena de Martini que suscribo a menudo es esta: "Dios pierde el equilibrio, se compromete, se sitúa a nuestro lado para que seamos nosotros los que nos expongamos. La vida humana es riesgo".

Los cristianos más progresistas adoraban a Martini porque representaba una bola de oxígeno en unos momentos en que la libertad de pensamiento estaba encorsetada. Martini era el Papa que muchos habrían querido, pero no tenía las alianzas necesarias, ni era el momento. La última vez que lo vi fue en la Pontificia Universidad Gregoriana, donde vino a hacernos una Lectio Divina, una sesión de meditación bíblica. Él, experto en estudios bíblicos, era austero pero elocuente, y cautivador como un encantador de serpientes. Martini imponía y despertaba respeto. No hay demasiados Martinis, después de él, con esta autoridad.

Martini ya dejaba caer perlas ecologistas y de justicia social que después hemos ido escuchando en palabras del papa Francisco

En su último escrito, ya retirado a Jerusalén, Martini ya dejaba caer perlas ecologistas y de justicia social que después hemos ido escuchando en palabras del papa Francisco. "La Iglesia está cansada, nuestra cultura ha envejecido, nuestras iglesias son grandes, las casas religiosas vacías". La diagnosis era demoledora. Invitaba a buscar personas "libres" y "próximas a la gente como lo fueron el obispo Romero y los mártires jesuitas de El Salvador". El cardenal desafiaba al Papa y los obispos a encontrar a 12 personas fuera del circuito convencional para puestos de dirección, gente próxima a los pobres, en sintonía con los jóvenes y que experimenten "cosas nuevas". Este prelado pedía "conversión", y "reconocer los propios errores". Reclamaba una vuelta a escuchar la Palabra de Dios, "simple". Para Martini, el retorno a las fuentes bíblicas era un requisito para una vigorosa vida espiritual. Le preocupaba que la Iglesia no tuviera suficiente nervio ni coraje. Martini era muy fino especialmente cuando reflexionaba sobre la muerte. Él reconocía que durante la vida había lamentado muchas veces que Dios no hubiera liberado a los humanos de esta necesidad de morirse. Pero fue entendiendo que "si no estuviera la muerte, no haríamos nunca un acto de pleno abandono a Dios, tendríamos siempre una salida de emergencia, una garantía". En cambio, la muerte es confiar ciegamente en Dios, sin saber exactamente dónde nos llevará. Y Martini, imaginándose en el cielo, confesaba que a veces se decía a sí mismo: "Iré a saludar a Mozart, a Bach, y después, ¿qué haré? ¡Me aburriré!". Pero recapitulaba y creía que "tenía que tener confianza y pensar que la vida que vendrá es realmente la gloria". Martini tenía una mirada penetrante, de niño travieso controlado. No era "tibio" eclesialmente hablando, dijo el periodista Jordi Llisterri cuando murió, que añadía: "Su autoridad no provenía de su carrera eclesiástica, sino de su profundo conocimiento de la Biblia y su capacidad de comunicarlo (de anunciarla)". Martini hoy resuena, se relee, se cita, se recuerda, se imita. Y se añora. La suya es una sombra de color cardenalicio (o de puro Martini negro) que emite luz.