La política tiene en común con la religión la creencia en los milagros. Una leyenda rural dice que hace muchos años, durante una pertinaz sequía, unos vecinos tuvieron la idea muy nacionalcatólica de sacar el Santo Cristo de la iglesia parroquial y hacer una peregrinación para pedirles, al Hijo y a Padre, la tan deseada lluvia. A pesar de la fe demostrada, el Cielo no atendió los ruegos y los campesinos, ya asqueados del todo, tiraron el Santo Cristo al cauce del secarral en el que se había convertido el río de la villa. Estamos ante un claro caso de fe del carbonero. Llueve, nos dice la ciencia, cuando se dan determinadas condiciones, condiciones que no se pueden determinar por la fe —tibia en este caso— de los feligreses. Esto no quiere decir que la religión sea inútil, sino que su práctica es algo distinto a sacar a pasear el Santo Cristo.

En política pasa más o menos lo mismo. Muchos de los actores de la cosa pública creen —o hacen creer— que la política es magia, puro mentalismo. Parece que basta con desear un objetivo por justo que sea para que este objetivo se materialice. Lo más grave de este analfabetismo político es que es percibido por gran parte de la ciudadanía como método válido de hacer política. Un chasquido de los dedos y prueba superada.

Afortunadamente, el mundo no va así. La mesa de diálogo, tampoco. Observemos los conflictos sociales o nacionales. Cuesta años, cuando no decenios, llegar a una solución a los problemas profundos. Pensemos en la jornada de ocho horas diarias, la igualdad mujer-hombre o las independencias tanto coloniales como en la propia Europa o en Canadá. Estamos ante procesos complejos, repletos de tensiones e intereses contrapuestos entre las partes y dentro de las partes protagonistas de los conflictos.

Hay trabajo, pesado, muy pesado, y por mucho tiempo. Y como, aunque lo parezca, no jugamos una partida de ajedrez, no se le tiene que poner un reloj

Así, del cuarto encuentro entre los presidentes catalán y español habrá que esperar a ver cómo se materializa lo que nos dicen los respectivos portavoces al acabar el reencuentro. Será, sin embargo, la práctica la que nos dará pistas sobre lo efectivamente hablado y acordado. Sabremos, por ejemplo, si la desjudicialización, que procede del primer encuentro, ya va en serio. ¿Cómo lo sabremos? Lo sabremos a medida que afloje sensiblemente la presión judicial, de la cual la Fiscalía y la Abogacía del Estado, a las órdenes de la Moncloa, son las impulsoras sobre el terreno. Ver si las excusas basadas en una inexistente autonomía funcional y política de los dos servicios jurídicos estatales siguen siendo excusas; o percibiremos, no sin discreción, si soltaron lastre, es decir, no empezando nuevos procesos y reduciendo notablemente la presión de los ya existentes, abandonándolos gradualmente. No será de hoy para mañana, pero tiene que ser.

En segundo término, y siempre más allá de las formalidades normalmente vacías de los comunicados oficiales, comprobaremos si las reformas legales necesarias, penales y no penales, se ponen en marcha. Así, desde la derogación de la sedición —anacronismo autoritario sin parangón en la Europa contemporánea— y una reformulación de la malversación, volviendo a la tradición jurídica española, borrando la actual figura, copia mala alemana, hasta la reforma de la ley de partidos. En este campo, hay que redefinir las causas de inelegibilidad, limitar su extensión a causas sobrevenidas fruto de una interpretación poco conforme con el derecho a la participación política tanto de ciudadanos como de electos, de modo que no se altere el resultado de la voluntad popular. También, en este ámbito, se tiene que ir hasta la delimitación en contenidos y tiempo de actuación del sistema de juntas electorales. No hay que abrumar al lector con más reformas, algunas de las cuales son necesarias al margen del problema con Catalunya. Al fin y al cabo, más que acuerdos, hace falta tener realidades nuevas y efectivas.

Y digo problema con Calalunya, no problema en Catalunya, como se quiere hacer pasar algunas veces desde el Madrid oficial. El problema, secular, es de encaje de Catalunya en una forma monolítica y unidimensional de ser español; encaje hoy por hoy para el cual cierta España no está preparada. Pero esta falta de encaje no supone, no ha supuesto nunca, un problema en Catalunya entre catalanes. Claro está que hay diferencias ideológicas y de todo tipo en Calalunya: las propias de una sociedad viva y sana, no monocorde ni unidimensional, sino plural y elástica que resuelve —cuando menos, lo intenta— sus problemas como se resuelven en democracia, es decir, votando, con todo lo que eso supone.

Lisa y llanamente: los unicornios no existen. Hay trabajo, pesado, muy pesado, y por mucho tiempo. Y como, aunque lo parezca, no jugamos una partida de ajedrez, no se le tiene que poner un reloj. Se le tiene que poner inteligencia, perseverancia, esperanza; y un buen retrovisor de largo alcance para constar lo que se haya adelantado. Culo di ferro, en suma. O, en castellano: olvidar el tengo prisa.