Steve McCurry, uno de los mitos actuales del fotoperiodismo, ha sido, como muchos de sus colegas, pillado in fraganti: se ha descubierto, y él no lo ha desmentido, que algunas de sus fotografías han sido retocadas y manipuladas con el célebre Photoshop. Como justificación, ha dicho que él no es uno fotoperiodista, sino un contador de historias. Sin embargo, sus fotografías documentales, por el contexto en el que habitualmente se publican y por los temas que trata, no circulan como fotografías artísticas, sino como imágenes informativas sobre realidades concretas. Por eso, el escándalo, y no es la primera vez que passa, ha sido mayúsculo, y los guardianes de la ortodoxia fotográfica se le han tirado a la yugular. Habló Teju Cole en un artículo en The New York Times, titulado Una fotografía demasiado perfecta, y el otro día l'Iu Forn recordaba la polémica aquí

No es un fenómeno nuevo: desde los orígenes de la fotografía hay casos a montones de fotógrafos que han vuelto a encuadrar la fotografía que habían hecho, que han positivado el negativo intensificando o suavizando algunos efectos, y que, por supuesto, han eliminado objetos o personajes, partes del cuerpo, o han manipulado otros, por no hablar de las puestas en escena planificadas y orquestadas, para ganar en verosimilitud o expresividad, o de los retoques más diversos. Esto, como es fácil de imaginar, se ha multiplicado con las posibilidades de la fotografía digital, aunque algunas instituciones, como el World Press Photo, han impuesto criterios muy estrictos a la hora de evaluar las imágenes para evitar manipulaciones posteriores a la toma. Sin embargo, durante muchas décadas, estas manipulaciones se han llevado a cabo de manera sistemática. Y por eso algunos ortodoxos, como Henri Cartier-Bresson, exigían que sus fotografías fueran publicadas con el filete negro del negativo de marco para mostrar, de manera inequívoca, que lo que el espectador de la fotografía veía era lo mismo, sin modificaciones posteriores, que el fotógrafo había capturado con su cámara. 

Joan Fontcuberta, el más internacional de nuestros fotógrafos, galardonado el 2013 con el prestigioso Premio Internacional de Fotografía Hasselblad, ha hablado a menudo de la credulidad que ha acompañado a la fotografía desde sus inicios, aunque, como señaló en su libro La cámara de Pandora (Gustavo Gili, 2010), “no ha sido hasta el advenimiento de las tecnologías digitales cuando no sólo los especialistas, sino también los profanos, el gran público en definitiva, han descubierto la inevitable manipulación que opera en el proceso de toda imagen fotográfica”. Los que conocen los trabajos de Fontcuberta saben que se ha ocupado de esta mentira fundacional de la fotografía. Como cuando recordó, en el mismo libro, los primeros daguerrotipos conocidos, las vistas que Daguerre tomó del Boulevard du Temple de París en 1838. Como es sabido, han llegado hasta nosotros, dos daguerrotipos casi idénticos, con la misma escena y el mismo contenido: desde una ventana de su estudio, la imagen muestra una arteria central de la metrópoli completamente desierta, como si fuera una ciudad fantasma, a pleno día. Cosa comprensible, evidentemente, ya que un daguerrotipo, como requería de una exposición como mínimo de quince minutos y, a causa de la sensibilidad de las emulsiones, las cosas que se movían, como es obvio, no dejaban su huella en la imagen. En una de las dos imágenes, sin embargo, aparece un limpiabotas con su cliente. Es obvio, por la misma razón que ninguno de los peatones aparece en la imagen, que estos dos personajes posaron para la imagen, como actores en una dramaturgia. Sólo así, comenta Fontcuberta, la mentira fotográfica se acerca a la verdad de la vida urbana de un mediodía en una de las principales arterias de París: “es sólo engañando”, escribe, “como podemos alcanzar una cierta verdad, es sólo con una simulación consciente como nos acercamos a una representación epistemológicamente satisfactoria”. La fotografía, así, certifica Fontcuberta, nació con una doble dimensión: “notarial y especulativa, de registro y de ficción”.

Ya en un libro anterior, El beso de Judas. Fotografía y verdad (Gustavo Gili, 2009), había defendido que “toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera” y que, “contra lo que nos han inculcado, contra lo que acostumbramos a pensar, la fotografía siempre miente, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa”. Aun así, añadió, lo importante no es que la fotografía mienta, cosa que no puede dejar de hacer, sino cómo el fotógrafo usa esta mentira constitutiva de la fotografía y a qué intenciones sirve. O dicho de otra manera, lo importante es el control con el cual el fotógrafo impone una dimensión ética a su mentira. Así formular una especie de imperativo fotográfico que parece, a estas alturas, inapelable: “el buen fotógrafo es el que miente bien la verdad”. ¿Y qué quiere decir “mentir bien”, en fotografía? Mentir bien, podríamos decir, es mentir de verdad, asumir que toda fotografía es una ficción pero que no debería ser falsa. Porque hay mentiras que no dicen lo que es falso, sino que dicen la verdad. 

Cuando pienso en todo ello, siempre recuerdo aquello que dijo Boris Vian y que Jorge Semprún recordaba a menudo, refiriéndose a sus libros de literatura testimonial: “en este libro todo es verdad porque todo me lo he inventado”.