El relato de la Transición y el régimen que emana de ella avanzan en el tiempo sostenidos por dos columnas fundacionales: el chantaje del franquismo y la promesa de Europa. El chantaje del franquismo representa el antes y establece aquello a lo que no se tiene que volver. La promesa de Europa simboliza el futuro y marca hacia dónde se tiene que ir.

El mito de la Transición, como he escrito otras veces, no sólo sirvió para mantener vivas algunas estructuras económicas y políticas franquistas. Fue la solución que el españolismo encontró más adecuada para mantener Catalunya y el resto de naciones rebeldes dominadas. La promesa de Europa satisfacía las ansias de poder burgués de las élites catalanas, con títulos honoríficos que les garantizaban la satisfacción moral de ser más civilizados, como la idea de que Catalunya era uno de los cuatro motores de Europa. Del dolor del franquismo no hay que hablar: que el independentismo sea un movimiento de paz por miedo a un conflicto bélico más que no por convicción ya lo dice todo. No es de extrañar, pues, que el independentismo catalán cogiera fuerza a raíz de la crisis económica europea y el fracaso del Estatut, a caballo entre generaciones nacidas en democracia que ya no tienen la obligación de avenirse con los vecinos bajo la amenaza de que, si no lo hacen, vendrá un dictador muy malo que nos pasará a todas por el aro.

El dolor generado por el franquismo ha actuado como una guillotina que ha separado la historia catalana de lo que ha pasado desde la Transición hasta hoy. Tal como escribía Aleix Sarri en Nació Digital, la relación centenaria entre el Reino y el Principado ha sido una concatenación de presos políticos, exiliados y revueltas contra el poder central. Entendiendo la historia catalana como la de una nación sometida a un imperio, es más fácil estirar del hilo que conecta las dos placas que hay en Mauthausen para recordar a los caídos españoles ―en contraposición a una catalana que recuerda todas las víctimas― con el franquismo, la dictadura de Primo de Rivera, los fracasos de republicanización del Estado y el proyecto colonial español, tan externo como interno. El relato de la Transición se aprovecha ―y ha fomentado― este desmoche, para borrar del actual mapa político la dominación imperial que Castilla ha ejercido sobre Catalunya. En su lugar, ha presentado la imagen ficticia, sostenida en el éter, de un tablero de juego regido por dinámicas donde todos los contendientes tienen más o menos posibilidades de tener un papel decisivo.

Bajo el filtro de la Transición es más fácil seguir creyendo que para liberar Catalunya hay que cambiar España

Cuando sitúas el imperialismo y la dominación sobre la mesa, el conflicto actual se convierte en una cuestión más nítida y se re-conecta con el pasado. La médula queda a la vista: lo que verdaderamente hay sobre la mesa, el Juego de Tronos perpetuo, son los derechos de un pueblo sometido. Un derecho se tiene o no se tiene, no hay término medio. La idea, pues, que todas las partes tendrán que ceder para llegar a un acuerdo queda expuesta como la defensa de la jerarquía actual. Los contendientes acaban divididos entre los partidarios de ejercer un derecho y los partidarios de impedirlo.

Utilizando el filtro de la libertad para corregir la visión miope de la realidad que produce el relato de la Transición, es más fácil ver que la etapa que se presenta como de diálogo y distensión entre Barcelona y Madrid es una fase de represión suavizada porque las veleidades emancipadoras de la colonia han sido momentáneamente paradas. La libertad es el que hace ver que el juicio a los presos políticos contribuye a mantener la Catalunya independentista en casa, delante del televisor, siguiendo el juicio bajo la fantasía que su finalidad es juzgar a los presos.

Por el contrario, bajo el filtro de la Transición es más fácil seguir creyendo que para liberar Catalunya hay que cambiar España. Una fábula que, a causa de la desconexión entre la historia y la contemporaneidad, se ha convertido en la piedra de Sísifo del catalanismo. Eso permite transmitir la idea mágica de que el independentismo alcanzará el referéndum o la independencia gracias a comisiones bilaterales o (no) aprobaciones de presupuestos.

A raíz de eso, el relato de la Transición propicia hablar de hiperventilados a ambos lados del conflicto, situando al president Puigdemont, la CUP, la ANC o el espacio primarias en uno y el trifachito en el otro. Creando, de paso, jerarquías entre independentistas, ávidamente explotadas tanto por el poder central como por la mentalidad pesetera de los aparatchiks convergentes y erquis. Como hacía Petyr Baelish con las mujeres en Juego de tronos, el poder central vive de fomentar que los iguales se enzarcen entre ellos. Independentista contra independentista.

Tal como demuestran las elecciones en la Cambra de Comerç de Barcelona, el independentismo va ocupando, poco a poco, espacios de poder que hasta ahora parecían inalcanzables. Sin embargo, si alguna cosa ha demostrado el relato, el sentimentalismo y la moral del procés son que el poder político puede mantenerlo todo más o menos como siempre con una nueva remesa de palabras que describan de forma diferente lo que se mantiene inalterable. Tener una mayoría independentista no sirve de nada si no se está dispuesto a ejercerla para debilitar el poder central y construir un proyecto propio. Liberarse del corsé de la Transición y empezar a pensarse desde la libertad es un paso para conseguirlo.