Estos días de confinamiento me los paso pensando en la ironía que supone que la economía de muchos millennials, que justo empezaba a estabilizarse después de habernos iniciado en el mundo laboral durante la crisis, se ha hundido, o se ha resquebrajado, por culpa de la pandemia.

Los autónomos, falsos o no, y los jóvenes que buscaron en la emprendeduría una forma de trabajo (y de autoexplotación) alternativa a la escasa contratación en la empresa privada y la administración pública. Los que se tienen que ganar la vida con trabajos mal pagados en el sector servicios (grandes superficies, riders, hostelería). Los peones de la obra. Los que se han ido a otras tierras y viven el confinamiento a miles de kilómetros de la familia. Los que tienen un contrato de garantía juvenil con 28 años. Los que han ejercido toda la etapa laboral en una sanidad pública afectada por los recortes. Los que ocupan las precarizadas plazas de investigación y que ahora tienen que trabajar a contra reloj para encontrar remedios a la pandemia, o que han detenido investigaciones en otros ámbitos. Los que se dedican a la cultura y justo ahora empezaban a salir adelante.

Ojalá sea el revulsivo para una excepcionalidad emancipadora, que nos permita algo más que encadenar ciclos basados en vivir y no morir

Hemos vivido toda la edad adulta en la excepcionalidad. La crisis económica, el 1 de octubre, el coronavirus. Me pregunto hasta qué punto eso no es ya nuestra normalidad. Hasta qué punto nosotros no somos nada más que los más excepcionales de la normalidad global. Son millones las personas en el mundo que hace décadas que viven, y vivirán, en condiciones más precarias que las nuestras. Como dice Remedios Zafra, somos los privilegiados de los precarios. Inauguramos una remesa de nuevas vulnerabilidades fruto del capitalismo cognitivo. Como soldados rasos del neoliberalismo, el confinamiento de las profesiones creativas se presenta como una oportunidad para crear más. No, Ofèlia Carbonell, no te sientas culpable si durante las próximas semanas no compones la gran sinfonía porque has preferido pasar la cuarentena en pijama mirando Netflix. Quemamos las listas de series, películas y libros para leer, si estas responden al mandato de culturizarnos sí o sí, de enriquecernos porque el confinamiento, en la lógica utilitarista e individualista que nos manda, tiene que servir para alguna cosa. No nos basta con que los progenitores entretengan a los chiquillos o, simplemente, eviten que pillen el virus. Acostumbradas a vivir en la sociedad del espectáculo y de la autoficción banal, nuestro confinamiento tiene que ser algo épico, aunque hoy por hoy se parezca más a un fin de semana largo de regla dolorosísima.

Lo único seguro que sacaremos es mejorar nuestra resiliencia como seres habitantes de la emergencia. Soy de la opinión de lo que escribe Clàudia Rius en Núvol: si soportamos el coronavirus es porque no queremos morir. Algo parecido nos pasó durante la crisis: en aquel caso, nuestro imperativo era vivir, que no quiere decir el mismo que no morir. Al coronavirus en particular, y a la naturaleza en general, le importa un comino si vivimos o morimos. Eso que las enfermedades, los cánceres, las epidemias, los síndromes de Down o las discapacidades físicas y mentales (generalmente de los otros) te enseñan a apreciar la vida es porquería moralista fomentada por una sociedad que no te pondrá ninguna facilidad para apreciar la vida, más allá de consejos absurdos como "si quieres, puedes".

Es probable que, después de la pandemia, venga otra recesión. Eso agravará las condiciones de vida de una sociedad cuya base todavía no se ha resarcido de la anterior. Una nueva excepción normal. Nos pillará en cuerpos curtidos. Por la austeridad. Por la corrupción. Por la precariedad. Por la incompetencia de los líderes políticos. Por el egoísmo de las élites. Por la represión en nombre de un españolismo que, estos días, ha vuelto a mostrar su cara más criminal no tomando las medidas que correspondían para contener el foco en Madrid. Por la desilusión. Ojalá sea el revulsivo para una excepcionalidad emancipadora, que nos permita algo más que encadenar ciclos basados en vivir y no morir.