Los mallorquines tienen una preciosa manera de evocar la puesta de sol. Lo llaman "horabaixa". Es una instantánea bucólica, es aquella foto de vacaciones -cuando estamos lejos de casa- que evocamos como si fuera la magia singular y única de aquel sitio que no tiene comparación posible con nuestra casa.

Cau es sol de s’horabaixa, dins s’horitzó..., dice aquella encantadora canción de los Antònia Font, que han vuelto alegremente después de un silencio de ocho años. Los catalanes peninsulares tenemos más complicada la puesta de sol al horizonte porque el sol se pone por el oeste, tierra adentro, por eso la llamamos Ponent, mientras mallorquines y el resto de isleños pueden ver esconderse el sol allende los mares.

Lo que viene después del atardecer es la oscuridad que se intensifica hasta el alba, que esta sí que la vemos los de la costa peninsular alzándose allende los mares, radiante, al fondo del horizonte. El sol emergiendo pletórico, si es un día limpio y claro, es un gozo en todas partes.

Pues bien, desde aquel funesto marzo de 2020, que Alba se convirtió en el asno de los golpes, como si fuera la responsable de perpetrar la pesadilla. Cada despuntar de un nuevo día era recibido con pésimas predicciones, y Alba sometida al escrutinio implacable. Si un día se emocionaba, era una pánfila, si se cerraba la restauración para cortocircuitar los contagios, era un torpedo a la economía catalana, si las UCI estaban llenas y la gente se moría, una "peligrosa incompetente", que era tanto como imputarle una responsabilidad criminal. No nos privamos de nada. ¡Leña al mono! Una crítica voraz, despiadada, sin tregua.

No quiero ni pensar qué habrían dicho los censores orgánicos, lleven camiseta gremial o política, con este rebrote espectacular que amenaza con volver a saturar el sistema de salud, estresar las UCI y poner en suspenso el verano y la reactivación económica. Pero sí que observamos qué dicen ahora cuando ya no tenemos a Alba: tocan el violín, como si estuvieran en la cubierta del Titanic. Todo el ceremonial de rasgarse las vestiduras delante de Palau es ahora comprensión y resignación estoicas donde antes hacían comedia, o la hacen ahora. Pero todo al mismo tiempo no puede ser. Visto con perspectiva, tiene un deje de farsa, de esperpento, de espectáculo tan hipócrita como mezquino. Por momentos parecía que Catalunya fuera un territorio singular donde estaban cayendo las diez plagas bíblicas por haber cometido los siete pecados capitales.

También es verdad que hubo notables excepciones a las intervenciones estridentes a los medios y a los manifiestos públicos de conocidos profesionales exigiendo, incluso, cerrar las escuelas. Gracias a Dios que González Cambray, del equipo de Bargalló, aguantó. El caso es que en pleno confinamiento, Mas-Colell fue entrevistado en Catalunya Ràdio por Laura Rosel y cuando la periodista le preguntó su opinión sobre la gestión de la pandemia, Mas-Colell respondió con una humildad y comportamiento tan excepcionales como elegantes. El reputado académico se limitó a poner en valor el trabajo hecho y a empatizar con los responsables de la gestión del drama. Lo bastante difícil era ya todo, venía a decir Mas-Colell, como para echar sal en la herida. Ni un reproche, ni una mala palabra, ni una sola reprobación. Mas-Colell es todo un señor.

El alba puede ser tan bonita como el atardecer. Si no es que insistes en mirar hacia poniente cuando el sol sale por levante o a mirar hacia el este cuando es horabaixa. La una y la otra son dos caras de la misma moneda, a menos que tu moneda siempre caiga del mismo lado. Y entonces o bien haces trampa o bien tanto te da porque ya has decidido cuál es la cara buena y cuál la que tienes que abollar. Es exactamente así.