Cuando sale un presidente y entra uno nuevo, la tendencia conduce a mirar adelante y escrutar los nuevos retos y los nuevos horizontes de gobierno. Ahora que el president Aragonès vuelve a ser noticia a raíz de la renuncia al sueldo de expresidente y el inicio de una nueva etapa en la empresa hotelera de la familia, quizá mirar atrás y hacer un análisis del legado de su gobierno resulta gratificante. Desde el primer día, el carisma de Aragonès fue el de carecer de carisma. Quizá por eso fue considerado la figura idónea para encabezar la política del “mientras tanto” desde su partido. Y cuando digo desde su partido, quiero decir por Oriol Junqueras. Con una vehemencia impostada y un anhelo de solemnidad siempre fallido, Aragonès fue el encargado de trasladar al centro político el tipo de discurso que hacía imposible que pudiera volver a chispear el conflicto nacional. Fue el encargado, pero no el ideólogo.
Pere Aragonès fue el títere que ERC utilizó para normalizar el tipo de ideas nacionalmente blandas y políticamente vacías que desde el partido consideraron necesarias para arañar votos a los Comuns y el PSC. Una especie de regreso a los mantras de Pujol que hoy el PSC utiliza contra los catalanes para evitar hablar de la minorización que sufrimos. Este fue un error de cálculo electoralista que el partido aún está pagando hoy y que, de hecho, todo apunta a que no tiene ninguna intención de corregir. ERC decidió renunciar al discurso nacional fuerte que históricamente lo había caracterizado para abrazar todas las consignas que no es que silenciaran el conflicto tal y como pretendían, sino que remaban en la dirección contraria. Conceptos como “la Catalunya entera” o la tendencia a apartar cualquier referencia a la liberación del país fueron las muestras más claras de ello. El adjetivo detrás de Catalunya dejó de ser “libre” —excepto en momentos de exaltación prácticamente folclórica— y empezó a ser republicana, verde, feminista, de todos. Entera. Con el “mestiza” de los Comuns no se atrevieron. No sé si fue necesario.
Durante su mandato, la sensación fue que lo que importaba era la articulación de un discurso que pudiera atraer unos sectores pretendidamente catalanistas a los partidos de izquierdas de matriz española que el tiempo ha demostrado inexistentes. Y que, mientras esto ocurría, mientras los esfuerzos se ponían aquí, la mayoría de urgencias del país quedaban desatendidas. En ERC, por medio de Pere Aragonès y con Oriol Junqueras en la sombra, decidieron modelar una realidad política que les permitiera gobernar como si el diecisiete —y el diecinueve, de facto— no hubieran existido. Para ello, descatalanizaron el discurso sustituyendo todo aquello que pudiera parecer demasiado nacionalista por un acuerdo de claridad sin credibilidad, una especie de defensa de los derechos civiles de poca monta, una agenda de izquierda americanizada y una lucha contra la represión descafeinada que les permitiera disimular la obviedad de su estrategia. Descatalanizando el discurso, abrieron las puertas a la descatalanización más feroz del país.
Lo que tenía que ser el gobierno del 80% acabó por no representar a nadie
El legado de Pere Aragonès es que hoy el president es Salvador Illa. Entiendo que, de entrada, esta es una aseveración que puede parecer injusta porque hay muchos y variados actores políticos, porque en Junts llevan años yendo como un perro perdido, y porque en Catalunya el juego democrático siempre está adulterado por el poder español que actúa en todos los frentes. Pero Aragonès fue la herramienta para que en ERC pudieran ser los primeros en cosechar los frutos del retroceso, la herramienta para normalizar el silencio en torno a los temas clave que hoy ocupan la agenda del país, la herramienta para que cuajara la idea de que la independencia de Catalunya era imposible y además no valía la pena, la herramienta para justificar que el problema de fondo era que no éramos bastantes cuando, en realidad, ha resultado ser que nuestra clase política era demasiado ingenua y, por otra parte, trabajaba con agenda propia. Queriendo ser más, fue el elemento clave para ser cada vez menos. Lo que tenía que ser el gobierno del 80% acabó por no representar a nadie. Y para coronar la frustración del fracaso del procés con un poco de frustración extra: la de una talla política que seguía el rastro del president Torra.
El PSC recogió el testigo de la ERC más españolizada de la historia aprovechando el camino que el partido de Aragonès había abierto. Con una forma de proceder que funcionaba prácticamente por desgaste, ERC quiso capitanear una desescalada que, aunque electoralmente los ha desescalado a ellos, también ha barrido cualquier tipo de impulso subversivo que restara en el movimiento independentista, ha arrinconado la izquierda catalana al marco nacional de la izquierda española, ha ralentizado el rearme ideológico y la repolitización nacionalista que el independentismo necesita y ha dado alas, por incomparecencia e ineptitud, a la extrema derecha. Llegados a este punto, quizá sea necesario repetir que hasta el momento político de hoy no nos ha llevado Pere Aragonès —y el aparato político que hay detrás— solo. Este, sin embargo, sería otro artículo. El de hoy es el artículo sobre cómo el president Aragonès es el símbolo de la transición del procés en la Catalunya del PSC, pero no lo es como un artefacto de resistencia, sino como un artefacto facilitador. Ahora que ha renunciado al sueldo de expresidente y vuelve a sonar su nombre en la opinión pública, he pensado que no estaría mal hacerle un perfil con un poco de retrospectiva y una disección del mandato con propiedad. Deseo de corazón que a la empresa hotelera familiar las cosas le vayan un poco mejor.