Aunque parece difícil que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya resuelva de una manera rápida sobre la imputación del president de la Generalitat por el delito de desobediencia tras colocar las urnas el pasado 9 de noviembre, hay que desear que la respuesta no se eternice. ¿Qué tal dos meses para que cuando votemos el próximo 20 de diciembre en las elecciones españolas sepamos cuál ha sido el fallo? Es cierto que la justicia es lenta y que hay muchos casos que llevan demasiado tiempo pudriéndose en los juzgados. Pero dada la excepcionalidad que supone hacer comparecer a un president de la Generalitat imputado por un delito, que inicialmente no veían ni los fiscales de Catalunya, bueno sería que esta situación no se alargara mucho. Porque no vale esconderse detrás de las palabras. El TSJC ha recibido una patata caliente fruto de una estrategia premeditada de judicializar la vida política, de trasladar a los jueces el trabajo que deberían hacer los políticos y de la inacción más flagrante en el ejercicio de la responsabilidad pública.

La vida política española ha entrado en una fase de cambio que va a llevar aparejada, muy probablemente, la desintegración y atomización del espacio del centroderecha. El PP tiene todas las de perder y su tumba electoral va a ser Catalunya. Allí donde algunos estrategas del partido pensaban que iba a ser la palanca que les garantizara la Moncloa puede acabar siendo justo lo contrario. Las televisiones de todo el mundo y los principales medios de comunicación escritos emitieron ayer decenas de informaciones sobre la llegada a los tribunales del president de la Generalitat acompañado de varios cientos de alcaldes enarbolando al aire la vara municipal de mando y lo que denominaban, y lo escribían entre comillas, "la rebelión democrática". Los más informados hablaban de Artur Mas como el 129 presidente de la Generalitat y "del sueño de los independentistas" catalanes que han obtenido la mayoría absoluta en las elecciones al Parlament y se han ganado el derecho a un referéndum de independencia.

El Gobierno español ha querido llevar la política catalana al lodazal y presentar a sus principales dirigentes como unos salteadores de caminos del siglo XXI que burlan permanentemente la ley, son insolidarios con el resto de España y son enormemente despilfarradores con el dinero público. Con lo fácil que hubiera sido entender desde el principio que las bases del acuerdo de la transición ya se habían agotado y que el llamado problema catalán era fundamentalmente el problema español. Y viendo bajar a Mas enjuto y consternado las escaleras del TSJC uno podía pensar que ahora sí que el catalanismo moderado ya ha roto amarras con un Estado que ha buscado irresponsablemente hasta el final la condena del president de la Generalitat. Y ciego como estaba no se daba cuenta de que la partida ya no se jugaba en suelo firme sino, como en aquellas películas de aventuras, en medio de peligrosas arenas movedizas.