1. LA MEMORIA DEMOCRÁTICA. No creo que esta haya sido esa la intención del Ayuntamiento de Barcelona, pero ha sido una coincidencia agradable. La ubicación de la nueva plaza Josep Benet, en la confluencia de la avenida de la Meridiana con el paseo de Fabra i Puig, está justo en el lugar donde el 14 de octubre de 2019 se inició la acción contra la represión del independentismo que ahora todo el mundo conoce como el movimiento Meridiana Resisteix. Es una metáfora, que une a un luchador abnegado antifranquista con la lucha de los defensores del 1-O. De todo ello no hace tantos años, pero el pasado sábado, en el acto de inauguración de la plaza, los gritos a favor del movimiento antirrepresivo incomodaron a las autoridades (ver la crónica del acto hecha por la Cátedra UB Josep Termes). Quizás no era el mejor momento para manifestar la repulsa a la alcaldesa con esos gritos, pero es que la herida todavía está abierta. Esta plaza es posmoderna, sin ninguna dirección postal a la vista, porque no hay casas a su alrededor, salvo la entrada de la estación de tren de Sant Andreu Arenal. Nadie podrá escribir jamás el nombre de esta plaza, ni podrá mandar carta alguna o un simple paquete. El nombre de Benet borrará la memoria de Meridiana Resisteix, aunque quizás ya era esa la intención de quienes eligieron el emplazamiento. La plaza Josep Benet es un no lugar, un lugar sin vida, como diría Marc Augé, donde todo el mundo circula deprisa y el espacio es anónimo, menos el solitario identificador que sostiene la placa para identificar el lugar.

El monolito es una pieza sin encanto, que habría sido más original e informativa si las autoridades hubieran pensado en reproducir detrás de la plancha de hierro oxidado el magnífico cartel electoral, diseñado por Enric Satué, con el perfil de Josep Benet dentro del escudo de la Generalitat de Catalunya. Lo ha reclamado en Twitter Jordi Oliva, un discípulo de Benet que intervino en el acto. Aquel póster, que cubrió las paredes de todo el país, sirvió para promover la candidatura del PSUC en las primeras elecciones del Parlament de Catalunya en 1980, con el lema “Benet, el President de tots”. También habría podido aprovecharse la parte trasera de la plancha para incluir una breve biografía del personaje, como se hace en los atriles que el Ayuntamiento ha instalado, con acierto, en algunos lugares singulares de la ciudad. Si las autoridades municipales hubieran tenido un poco de perspicacia, a Benet no le habría molestado, sino todo el contrario, que en las explicaciones sobre su figura se hiciera mención del hecho de que en aquella plaza se fusiona el pasado y el presente de la lucha nacional. La de antes contra el franquismo y la de ahora contra la represión indiscriminada del independentismo. Al fin y al cabo, quien tenga a mano el primer volumen de la autobiografía de Benet, Memòries. De l’esperança a la desfeta (1920-1939), que recibió el premio de la Fundación Ramon Trias Fargas de 2007, podrá leer la confesión independentista que hace en el prólogo. El pasado que no pasa, dicho a la manera del historiador Benedetto Croce, que resiste los intentos de borrarlo selectivamente, a conveniencia de la política partidista.

La plaza Josep Benet es un no lugar, un lugar sin vida, donde todo el mundo circula deprisa y el espacio es anónimo, menos el solitario identificador que sostiene la placa para identificar el lugar

2. LA POLÍTICA Y SUS ENEMIGOS. El acto del pasado sábado coincidió con la muerte del filósofo Xavier Rubert de Ventós, uno de los maître à penser del maragallismo, que identificó la ola independentista cuando aún era pequeña y que no tuvo ningún inconveniente en seguir siendo el presidente delegado del jurado del Premi Internacional Catalunya bajo las presidencias de Artur Mas y Carles Puigdemont. La política obliga a tener flexibilidad, pero no hasta el punto de tenerle que perdonar a un partido, no ya el apoyo a la aplicación del 155 para intervenir la autonomía, sino a la represión implacable, incluyendo los encarcelamientos y las multas de muchos independentistas. Hubo una época en que los políticos catalanes eran rivales sin ser enemigos, porque el enemigo real eran los partidarios de la dictadura, los herederos del franquismo. De esa actitud ya no queda nada y el procés ha dejado muchas heridas que no será fácil que cicatricen. Reconozco que no es fácil relacionarse con quien te persigue judicialmente para encarcelarte porque no comulga contigo. En el acto del sábado, en el que también intervino Eulàlia Vintró, la verdad es que no sé por qué, la antigua concejal del PSUC se quejó de la mala educación de los políticos de hoy en día, por contraste con los de antes, supongo. Osó denunciarlo ella, que fue incapaz de mantener el decoro, y el debido respecto a la persona, ante la presencia del expresident Pujol, que fue tratado por el protocolo como si fuera un don nadie. Lo denuncio porque tengo un alto respeto institucional por quien, sin que yo lo hubiera votado en mi vida, presidió la Generalitat durante veintitrés años. Los estadounidenses incluso muestran respeto por Richard Nixon, que era más culpable que Pujol.

En 1982 servidor era asistente parlamentario de Josep Benet. Pasé a máquina unas cuantas veces, porque entonces todavía no había ordenadores, el discurso que Benet leyó para defender la moción de censura que su grupo, el PSUC, presentó contra Jordi Pujol. Solo habían transcurrido dos años desde las primeras elecciones autonómicas y los comunistas eran un grupo parlamentario potente, de veinticinco diputados, que conservaba la influencia que había tenido durante la clandestinidad. Además, figuras como las de Benet, los llamados “compañeros de viaje”, una fórmula que siempre me ha parecido despectiva aplicada a quien pone su prestigio a tu favor, tapaban la voluntad excluyente, la superioridad moral de los comunistas. La autodestrucción del PSUC a posteriori, a raíz de las disputas internas entre eurocomunistas, leninistas y prosoviéticos, provocó que, en 1984, en las segundas elecciones autonómicas, el PSUC se convirtiera un partido irrelevante, con seis diputados, mientras que CiU pasaba de cuarenta y tres diputados a setenta y dos, cuatro por encima de la mayoría absoluta. El día que se votó la moción de censura, el 1 de octubre de 1982 (siempre me ha fascinado la coincidencia entre fechas señaladas), antes de entrar en el Parlament, Benet y un servidor coincidimos en la puerta principal con el conseller Macià Alavedra y el portavoz de CiU, Jaume Camps. El conseller, que era un hombre muy bromista, hasta que fue encarcelado por tráfico de influencias en 2009, instó a Benet para cenar juntos después de la votación. Y así fue, como ya conté años atrás. A pesar de las escaramuzas parlamentarias de aquella tarde, por la noche Camps, Alavedra, Benet, Pere Portablella, Xavier Folch, Rafael Ribó, el Guti y un servidor y alguien más que no recuerdo, nos reunimos para tomar algo en La Xampanyeria, un local cuyo propietario era Jaume Camps, en la barcelonesa calle de Enric Granados. Aquella cena fue una lección política y de vida. Para mí, Benet es más que una placa en un plaza.