Ayer, en este mismo periódico, Elisa Beni hacía una excelente pregunta retórica: “¿Pa qué, Torra? ¿Pa qué?​”. Vaya, no sé, parecía una pregunta retórica y sabemos que las preguntas retóricas no se deben contestar nunca, sobre todo porque ya llevan implícita la respuesta. En el territorio de los implícitos cada cual se siente lo suficientemente confortable y seguro, todo el mundo ve el mundo como quiere y así vamos tirando, la subjetividad se convierte en reina y señora. Decía Joanot Martorell que “no·s deu negú admirar de res que veja, car cascú ve ab sa fantasia” pero desengañémonos, con lo que siempre nos suelen venir los sabios juristas, admirables pensadores, es con argumentos técnicos con los que pretenden expulsar del debate a los no iniciados, como si fuera magia negra o antiguo arameo dialectal. Más allá de las grandes proclamas vacías, la justicia y sus profesionales funcionan —funcionan es mucho decir— en un ámbito autólogo cada vez más desvinculado de la sociedad a la que dicen que pretenden servir. De la justicia sólo hablan bien, y no siempre, los que viven de ella. La mayor parte de la ciudadanía se aparta siempre que puede de los pleitos, desconfía de los tribunales, habla mal de los hombres y de las mujeres de leyes. Unos hombres y mujeres que parecen perdidos en los formalismos más ocasionales, en los detalles más espurios, sonámbulos en un inmenso laberinto de prevenciones, preceptos, prejuicios, de contradicciones legales y de sofismas, donde la arbitrariedad tiene un protagonismo monstruoso, cruel e inaceptable. Hace mucha gracia cuando oyes a Groucho Marx diciendo que “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”, hace tanta gracia que te mueres de la risa. Pero cuando piden veinticinco años de prisión a tus representantes políticos se te congela la sonrisa, o cuando una decisión judicial puede arruinarte la vida, como a mi amigo el rapero Valtònyc. El juez Elpidio José Silva muchas veces ha retratado públicamente en qué consiste, en realidad, la corrupción de la justicia en general, y de la española, en particular, para que no sea necesario insistir más en ello.

Por otra parte, es cierto que el presidente Torra no es ningún prodigio de habilidad política y que sólo él debería responder a la pregunta de por qué no sacó la famosa pancarta del balcón del palacio de la Generalitat. Ahora bien, personalmente, como independentista, me parece una excelente noticia que todo un presidente de la Generalitat, votado por la mayoría del Parlament de Catalunya, pueda ser inhabilitado, destituido en la práctica, porque le da la gana al señor Jesús María Barrientos Pacho, presidente del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya. Una cosa es que hubieran querido destituir al presidente Bill Clinton por mentir y otra cosa muy diferente hubiera sido que lo hubieran querido destituir por adúltero. Ciertamente no es lo mismo, no tiene las mismas implicaciones políticas. Si la democracia española no quiere ver que la clase dirigente madrileña, la famosa casta, ha roto unilateralmente el pacto constitucional es que continúa teniendo un problema muy gordo. Un problema de legitimidad, de credibilidad. Cuando las Cortes españolas están pobladas mayoritariamente por nacionalistas españolistas más o menos radicales, profundamente anticatalanistas, ¿qué autoridad moral pueden tener ante el pueblo de Catalunya? Cuando la policía que nos vigila es la españolista Guardia Civil, decorada con el emblema fascista y franquista del haz de lictor, ¿qué autoridad moral puede tener más allá de la potestad de las pistolas? ¿Qué diferencia hay entre un terrorista y un guardia civil si su autoridad sólo se basa en el uso de la violencia? Cuando la administración de justicia está poblada sólo por hombres blancos, ¿qué seguridad jurídica pueden tener las mujeres negras? ¿Desde cuando un hombre como el juez Barrientos, el que ya humilló y maltrató públicamente al presidente Artur Mas, es un juez independiente?

La justicia española se inventa cada día que pasa la realidad porque su única realidad es la defensa enfermiza de la unidad de España

Elisa Beni pregunta por qué el Muy Honorable presidente Torra se ha puesto en manos de la justicia española y quizás es que la justicia española pone las manos en todas partes, donde no las debería poner, espoleada por un españolismo rampante que no ha dejado de castigar y de reprimir al independentismo político, siempre de manera más contundente. La justicia española, la que la premio Nobel Jody Williams califica de farsante, ha llegado a prohibir el color amarillo, consideró violencia las miradas de los ciudadanos y no violencia las palizas de la policía. La justicia española ha impedido que Carles Puigdemont, el vencedor de las elecciones del 12 de diciembre, fuera investido presidente porque no estaba físicamente en Catalunya y también ha impedido que obtenga su acta de eurodiputado. La justicia española se inventa cada día que pasa la realidad porque su única realidad es la defensa enfermiza de la unidad de España. Si no hubiera sido por la pancarta hubieran querido destituir a Quim Torra por cualquier otro pretexto. Porque todo el mundo sabe que sólo es un pretexto para eliminarlo políticamente. Yo creo que la admirable democracia española mejorará mucho su imagen internacional cuando el presidente Torra pueda explicar por todo el mundo que lo echaron por no descolgar una pancarta. No por intentar hacer efectiva ninguna independencia, sólo por una simple pancarta en la que se reclamaba libertad para los presos políticos. Y no se preocupen, nadie defenderá al pobre presidente Torra, todo el mundo estará, más allá de las palabras vacías, encantando con haberlo puesto de patitas en la calle, especialmente los de su grupo parlamentario. La política es así de admirable. Por todo ello crece exponencialmente el independentismo político, por todo ello el paso del tiempo juega a favor de la independencia de Catalunya. Porque el españolismo cada vez es más surrealista, más cómico, más absurdo. Esto los días buenos. Los malos, es cada día más cruel, más siniestro, más imposible de aceptar.