Por más que se mirara, tampoco ayer vióse ninguna figura política con la serenidad, la inteligencia, la dignidad y la astucia del president Mas. Ni con mayor valor. No es que los grandes hombres no lloren, ni gimoteen, lo que pasa es que los hombres hechos y derechos como Artur Mas no lloran, no se descoyuntan, por amor propio, por comportamiento, porque se emocionan por dentro o porque ya vienen emocionados de casa; por lo que sea pero no nos decepcionan. Ya le puedes poner todas las oriflamas al viento que quieras, condecoradas con una estrella solitaria. Mas sabe que en cualquier momento la historia se nos puede caer encima, que la razón jadea en los discursos y que valemos más por lo que no somos que por lo que somos, que valemos sobre todo por el entusiasmo que hacemos sentir en los demás, a los que nos acompañan. Somos independentistas porque no podemos ser otra cosa y precisamente porque antes sí fuimos otra cosa, la que fuere, porque desconfiamos de los líderes puros de las manos limpias o moralmente superiores de la revolución proletaria. Algo así me le decía el presidente Companys, a un periodista del Times de Londres, en plena guerra civil, para hacerle comprender por qué un burgués como él se juntaba con anarquistas y comunistas: "Los intereses de las clases medias hoy coinciden con las de los más desfavorecidos". Son los mismos motivos que llevaron un buen día a Mas a conducir a la derecha catalana hasta el independentismo. A reconocer públicamente que la gente de orden y de fortuna, esa gente que cree en el sistema métrico decimal, en la propiedad privada y en la náutica tenía que vivir en el mismo país que todos los demás. Que debía compartir algunas maneras de razonar con la otra mitad del país.

Mas borró la sonrisa de perdonavidas de Arcadi Espada, cuando falló el sunsilk de Cayetana Álvarez de Toledo cuando se produjo el choque

Ayer se vio claro que el president Artur Mas razona bien, con sentido común, homologable al de cualquier disconforme, el de cualquier político inquieto o de responsable descontento con el fracaso de la socialdemocracia y del estado de derecho. Su discurso político fue enérgico, rápido y generoso en ideas, en palabras, en razones que se seguían las unas a las otras como se siguen entre ellas las luminarias. Fue entonces cuando Mas borró la sonrisa de perdonavidas de Arcadi Espada, cuando falló el sunsilk de Cayetana Álvarez de Toledo ―incluso una descendiente del carnicero de los Países Bajos, del duque de Alba, había ayer en la sala― cuando se produjo el choque. Fue cuando razonaba el antiguo president de la Generalitat sobre la acusación de desobediencia y se hacía a sí mismo una pregunta: "¿Cómo puede ser que el Tribunal Constitucional no hiciera nada para hacer cumplir su resolución?". Era una pregunta retórica. Una pregunta que, como sabe todo el mundo con una mínima cultura no se responde, no debe ser contestada, precisamente por eso, porque es retórica, porque quien está hablando se la hace a sí mismo. Es lo que le dirá cualquier lingüista al que pregunte, un modo legítimo, útil, de hablar.

Pero contrariamente a la pragmática histórica, a los usos de la retórica judicial romana, de Cicerón a santo Tomás Moro, por citar sólo a dos, al Diccionario de Autoridades de la Real Academia, al Quijote y a Xécspir enterito, don Jesús María Barrientos Pacho, presidente del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, ordenó al president Mas que no hiciera preguntas porque en su calidad de acusado no podía hacer preguntas, sólo podía proferir respuestas. Todo el mundo quedó atónito ante aquella suspicacia injustificada, ante la falta de horizontes de un jurista indiferente a las bondades y a los tesoros expresivos del lenguaje. Toda una civilización basada en la interpretación y la exégesis (fundamental para el ejercicio de la justicia) y enfrentada con el sentido literal, quedó entonces con el corazón frío, allí, sí, allí delante de todos, el cadáver de la cordura con unas cuantas lanzas de intolerancia clavadas sobre el pecho. Mientras el president Artur Mas dibujaba una verdad con la fuerza de las convicciones y de la cultura, un funcionario protagonizaba un enésimo episodio goyesco, españolísimo, eterno, machote. Porque quien manda puede acallar.

Mientras Mas dibujaba una verdad con la fuerza de las convicciones y de la cultura, un funcionario protagonizaba un enésimo episodio goyesco, españolísimo, eterno, machote

Llega un momento en que ya no se trata de España, ni de la independencia, ni de nada. Es un hartazgo colosal, cósmico, ante la impunidad de lo grotesco que no se acaba. Joanot Martorell, maestro de escritores y que también tuvo muchos y muchos pleitos, en el Tirante el Blanco, hace colgar a unos cuantos abogados de las puertas de la ciudad de Londres para invitarles a ofrecer soluciones políticas a un conflicto entre gremios. El duque de Lancaster los cuelga porque han pervertido el noble sentido del lenguaje.