Escoged a los más honrados pero vigiladles como si fueran ladrones. Así pensaban algunos teóricos de la ciencia política del siglo XIX, cuando la ética y no la demoscopia era la principal preocupación de los politólogos, qué gente más estupenda, ¿verdad? cuando los primeros pensadores de la democracia pensaban sólo en afianzarla y no en saquearla, cuando desconfiar permanentemente de los servidores públicos parecía lo más responsable y lo más sensato, cuando se sabía que el ser humano es voluble y no siempre admirable, cuando se tenían muy presentes las enseñanzas de John Locke, uno de los padres fundadores del pensamiento liberal. El viejo zorro inglés tenía dicho que la democracia no es posible si los ciudadanos no son libres en la práctica, si más allá de las palabras vacías de los bellos discursos, los ciudadanos están, en la práctica, en manos de la arbitrariedad de los poderosos. Y que la libertad sólo puede fundamentarse en la propiedad, la propiedad del propio cuerpo, la propiedad de los bienes y del propio trabajo, por lo que la libertad humana se basa en la capacidad individual que tiene el ciudadano de hacer frente, por sí mismo, a sus necesidades personales. En la capacidad de ir por libre y de discrepar, si es necesario. En la capacidad efectiva, real, que tienen las personas de aceptar la jerarquía social, el poder del Estado o de rechazar todo poder que considere indigno o ilegítimo. Tan democrático es votar y pagar impuestos como no pagarlos por motivos políticos, como hacer frente a las injusticias del poder legítimamente establecido.

El poder que tiene el Estado lo tiene por delegación y no en propiedad. No le pertenece. El Estado debe limitarse a proteger la vida, la propiedad, a fomentar la concordia social y a asegurar la libertad política pero, igualmente, debe abstenerse de intervenir en la educación y en la perfección moral de sus ciudadanos. Sencillamente porque no tiene nada que decir sobre todo esto en una sociedad laica y madura, responsable. El Estado no sabe nada de moral. Ninguna religión, ninguna moral no puede ser declarada como oficial del Estado y no como sucede ahora. Porque si bien es cierto que la limitación de la velocidad en las carreteras, de la ingesta de alcohol, la persecución en espacios públicos del tabaquismo, por poner algunos ejemplos bien conocidos, tiene un evidente beneficio para todos, al Estado no es quién para preocuparse por si los ciudadanos leen o no leen libros, por si piensan así o asá, por qué razones llevan a los ciudadanos a hacer uso de sus derechos. Es bastante lamentable, e incluso repugnante que, por ejemplo, cuando un ciudadano español quiere casarse con una persona adulta de fuera de la Unión Europa, según la actual legislación vigente, ese ciudadano esté obligado a asegurar públicamente, ante el juez, que pretende casarse por amor. ¿Qué sabe el Estado del amor y qué ley de matrimonio establece que el amor sea un requisito exigible? Lo que vale para los Borbones, que se casan por interés si quieren, que se casan por amor si quieren, que se casan simplemente porque quieren casarse, también debe ser válido para los otros ciudadanos que viven en nuestra sociedad. Un Estado que hace moral siempre es un Estado indigno, peligroso.

El poder que tiene el Estado lo tiene por delegación y no en propiedad. No le pertenece

Lo mismo podemos decir sobre el dinero y sobre los impuestos. El dinero, en nuestra sociedad tan asquerosamente capitalista, son libertad y son energía, son capacidad de autonomía personal, de independencia de criterio, de movimiento, de discrepancia. Mucha gente habla mal del dinero pero hasta ahora no se ha podido documentar que existan personas que hayan podido prescindir de él. Frederica Montseny aseguraba que durante la revolución de 1936, en Barcelona, hubo personas que quemaban los billetes de banco porque estaban borrachas de ideología angélica, porque creían en el advenimiento inminente de una nueva sociedad fraternal y mejor. Si dejamos estos extraños casos de estupidez colectiva, lo cierto es que el dinero es siempre una buena posibilidad de independencia para los ciudadanos. Por este motivo, y no por ninguna otra razón, el dinero es el principal y permanente conflicto entre los ciudadanos y el Estado, cuando se abre la caja de los truenos de los impuestos. El dinero, en general, donde mejor está, es en el bolsillo de los ciudadanos, ya que a la hora de redistribuir la riqueza, a la hora de pagar las pensiones, a la hora de hacer carreteras y hospitales, a la hora de la verdad, compañeros, no hay que ser un lince para ver que el Estado es de una informalidad, de una insolvencia, monumentales. Sí, por supuesto que se tienen que pagar impuestos pero siempre a cambio de algunas cosas, muy concretas, muy claras. Fiscalizables por parte de los ciudadanos que son a la vez electores. Cuanto más rico y financieramente opaco es un Estado, menos libres son sus ciudadanos. Cuanto más corruptos son los políticos de un Estado más pobres son sus ciudadanos. Hay que insistir en la máxima: escoged a los más honrados pero vigiladles como si fueran ladrones. Como si fueran ladrones, efectivamente, ya que todos sabemos que algunos, incluso, además de parecer ladrones, lo son.