Ya que Marta Sánchez, en su personal versión del himno de España, proclama que “no pido perdón”, yo haré lo contrario. Intuyo que discrepar puede ser saludable. Además, pedir perdón no cuesta nada, incluso lo hacen reyes y papas. Pido perdón por haber irritado a algunas personas durante el reciente caso Galves. Y, en especial, pido perdón a todas aquellas personas, todas excelentes personas bienpensantes y bien educadas que, a pesar de ser partidarias de la libertad de expresión y de la prensa, se sintieron obligadas a apoyarme públicamente pero a regañadientes. Pido perdón. Son personas admirables que, tras defender el derecho a la libre opinión, tenían siempre la imperiosa necesidad de añadir y de subrayar y de remarcar que “no comparto el contenido del artículo de Jordi Galves”. Libertad de expresión sí, por supuesto, pero no a los argumentos del artículo "Cornellà no es como Catalunya". Que quede bien claro. Y es que, naturalmente, lo que yo decía en mi artículo era todo mentira, ¿no es cierto? Nunca ha habido, ni existe hoy ningún tipo de menosprecio, ni de persecución, ni de ridiculización de la cultura catalana ni de los catalanohablantes o castellanohablantes partidarios de la lengua y de la cultura catalanas. Jamás. Como mucho lo que hay, eso sí, son algunos malvados independentistas adoctrinados que cometen delitos de odio contra España, los españoles y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Los únicos que rompen la convivencia en nuestra querida Catalunya son los soberanistas, por eso los juzgados sólo persiguen sus delitos de odio.

Desde el otro lado, desde el españolismo, no hay nunca ninguna animadversión contra los catalanes, ni supremacismo, ni una voluntad clara de exterminio activo y pasivo de la lengua y cultura catalanas. De hecho, nos quieren mucho, con locura, ahora lo veo clarísimo después de haber pasado por el juzgado de Cornellà. Pido perdón por haber hablado de mi propia experiencia, que no vale nada porque es la experiencia de un independentista. Por haberme creído a la señora Dolors que en un mensaje me decía que “abans vivia al costat de Cornellà i tenia amics d’allà. Molta gent no sap parlar el català, ni l’entenen ni ganes perquè et mira amb fàstic i més d’un d’allà m’ha dit catalanufa o s’ha rigut de la meva llengua”. O al señor X cuando me decía que “als espanyols a Catalunya (que no catalans) la veritat no els interessa. Es creuen el centre del món. S’afirmen destruint els que tenen colonitzats”. El mensaje del señor Òscar tampoco era correcto cuando decía que “el català ha estat dissolt en moltes zones de l’àrea metropolitana, incloent els vallesos”. O el señor X2 cuando afirmaba que “como habitante del Baix Llobregat doy fe de que lo que dice el artículo es rigurosamente cierto y no solo en Cornellà”. O la señora X3 cuando sostenía que: “Yo también me he topado con esta aversión a todo lo catalán, dotada casi siempre de una violencia emocional desquiciada y en algunos casos violencia física”. O las palabras del señor Manel: “Lo que es segregacionista es ver que personas del resto de España que llevan en Catalunya 40 o 50 años sean incapaces de pronunciar una triste palabra en catalán, mientras que personas de otros continentes se esfuerzan en hacerlo y lo consiguen”. Tampoco debería haber dado crédito a una persona tan imprudente como el señor X4 cuando decía que: “L’oprimit sempre és el problema”. Ni debería haber aceptado el criterio del poeta Francesc Parcerisas cuando me decía que: “en Galves estava carregat de raó (i de raons)”.

Me equivoqué y pido perdón. Me equivoqué porque no hay nada más ofensivo que decirle a alguien la verdad cuando no la quiere ver, que le están maltratando y que, de hecho, está colaborando activa o pasivamente en ese maltrato. Estás atacando a su autoestima y a su dignidad. El autoodio de los catalanes es muy profundo y serio, nuestro mal no quiere mostrarse. No se puede decir de ninguna manera que en Catalunya pasen todas estas cosas terribles, que el catalán y la cultura catalana estén desterrados con la colaboración tácita de muchos catalanohablantes. Es exactamente el mismo error que cometí hace años —vuelvo a pedir perdón por mi atrevimiento— en compañía de mi amigo, el profesor Stefano Maria Cingolani, cuando, cerca del mercado de Sant Antoni de Barcelona, pretendimos ayudar a una chica que estaba siendo maltratada por un hombre en mitad de la calle. “No os metáis en esto”, nos espetó la mujer con rencor. La libertad tiene estas cosas. Mientras hay mujeres que denuncian la violencia machista hay otras que, tal vez libremente, consideran que “mi marido me pega lo normal”. Las personas que piensan que mi artículo estaba equivocado tienen toda razón. En Cornellà y en todo el extrarradio de Barcelona no hay ningún problema con el catalán porque viven en un lugar cosmopolita, una tierra plural y diversa, como decía Inés Arrimadas en campaña electoral. Es un lugar maravilloso. El extrarradio de París, de Londres, de Nueva York, como dibuja Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades quizá sí prolifera la ley del más fuerte, la violencia en todas sus formas, la ultraderecha, el sexismo, el resentimiento del inmigrante que no quiere dejarlo nunca de ser. Pero el extrarradio de Barcelona es diferente. En el extrarradio de Barcelona todo el monte es orégano y la gente, toda, es estupenda y admirable, bien educada y democrática. Aquí todo el mundo está a favor del catalán. Vivimos en la mejor ciudad del mundo, como afirma una conocida publicidad turística, ¿o no se habían dado cuenta?