El gran escritor ha sido un poco eclipsado por el activista político, pero no hay ninguna duda de que Amos Oz fue un gigante de nuestra época, un creador como pocos, un maestro. Partidario radical de la paz y de la constitución de un Estado árabe para el pueblo palestino, recibió el desprecio y la crítica más encendidas de los ultranacionalistas judíos, de los partidarios de la actual política del Estado de Israel, a los que calificaba de “secta mesiánica, impenetrable y cruel, una banda de gángsteres armados, de criminales contra la humanidad, de sádicos, pogromos y asesinos que han aparecido, procedentes de un oscuro rincón del judaísmo”. Le calificaron muchas veces de traidor, le insultaron, le condenaron al ostracismo, le declararon enemigo de la patria, pero Amos Oz se rebeló contra la simplificación de la lógica de la guerra. Nacido en Jerusalén en 1939, aún durante el mandato británico, en su época de adolescente, podrido de excelente literatura heroica, se mostraba militarista y fanáticamente sionista, como tantos otros. Creía en la fuerza militar, creía que precisamente la sangre y el fuego que habían borrado Israel del mapa harían resurgir Israel, precisamente a través de la sangre y el fuego. Después haría dos guerras como soldado y se convertiría en un referente cívico del pacifismo. En esta faceta política reivindicó el papel de Judas, el del traidor, el del discrepante que se separa de los suyos para seguir sus propias convicciones individuales. Le gustaba decir que se sentía en buena compañía con los que algunos consideraban traidor, como el profeta Jeremías o como Abraham Lincoln. Que prefería formar parte de la lista de los grandes creadores acusados de traición como Thomas Mann o Aleksandr Solzhenitsin. Para Amos Oz, una persona considerada traidora no era más que una persona que había cambiado de opinión. Un cambio que sus antiguos compañeros no habían hecho porque odiaban el cambio o le tenían demasiado miedo al cambio.

Así como hay escritores de la guerra y de la paz, y estoy pensando en Lev Tolstói, hay otros escritores que prefieren fijarse en los conflictos domésticos, en los dramas familiares, en las dramáticas vidas que protagonizan las familias. Y es que sigo pensando en Tolstói. Amos Oz es un escritor que viene de este selecto linaje literario, que se interesa especialmente por este núcleo de identidad que no es el ser humano, que es esa cosa tan compleja y, a veces, desdibujada como una familia. Las familias desgraciadas son el centro del interés del escritor, el amor y las tinieblas que rodean a los colectivos humanos relacionados por la sangre. Unas familias judías procedentes de la vieja Europa y que han sido vivamente europeas pero a la vez marginales, familias que han experimentado durante generaciones una compleja actitud, ambivalente, una actitud de deseo de Europa, de rabia, de fascinación y de humillación. Por todos los libros de Oz se encuentran estos europeos judíos desarraigados, que han trabajado incansablemente para encontrar un rincón donde guardar los instrumentos musicales, las montañas de libros que han leído, un rincón muy diferente de lo que habían pensado, es decir, el sofoco y el polvo del desierto, la ciudad de Jerusalén congelada en el tiempo o el experimento de los kibbutz. En Israel o en Europa, las madres siguen suicidándose como la madre de Oz, en todas las historias de amor y de pasión, el imperio maléfico de la soledad, en todas la esperanza que convive con la muerte y el abandono, la derrota psicológica. La mirada del gran escritor judío siempre es escéptica pero a la vez profundamente humanitaria, empática con el lector.