El independentismo que quiere que gane Rajoy es exactamente el independentismo que va para largo, pero muy para largo plazo, algo así como el socialismo del PSOE, un socialismo tan poco socialista y tan lento, tan necio que ya se ve que no acabará llegando nunca. Esa es la jugada. De esta manera está listo para cerrarse un pacto tácito entre, por una parte, algunos profesionales de la política —hoy no diré nombres, ni el de Santi Vila, ni el de Ferran Mascarell— que están en partidos independentistas pero que podrían estar en cualquier otra formación política y, por otro, la autoridad expeditiva y represiva del Gobierno español. Rajoy y estos independentistas indefinidamente retrasados se necesitan mutuamente para encontrar votos y exaltar un poco las pasiones identitarias, para que continúe la fiesta, la emoción de lo que podría ser pero no sabemos cuándo será o si será siquiera. Y ya que el dogal del 155 parece que se mantendrá después del 21 de diciembre, la política menos edificante podría acabar imponiéndose por la fuerza de los hechos, la que nos aconsejará no hacernos daño, no correr, no precipitarse.

E ir tirando. Que nada cambie para que nada cambie y que quede permanentemente aplazada la ilusión, el afán de mejora de una república catalana que supere el régimen de 1978. En cierto modo, en Catalunya, podríamos llegar a lo que le pasa al Partido Quebequés, incapaz hasta hoy de ganar un referéndum de independencia y dedicado, por lo tanto, a un proceso político de larguísimo recorrido, a una independencia que se parece bastante a una quimera. Podría darse el caso de que se llegara, por tanto, a un independentismo catalán totalmente constitucionalista, con una base social tan amplia que pudiera incluir a Podemos-No Podemos, e incluso el catalanismo tímido de Miquel Iceta o al catalanismo aún más tímido, casi virginal, de Duran i Lleida, dos personalidades que han vivido siempre muy bien en la timidez y en la contemplación. En los ejercicios espirituales. Un nuevo independentismo que aborde la secesión de Catalunya sólo cuando el Estado español tenga la gentileza de otorgárnosla. Con todas las garantías y con todo el diálogo y todo amparo de ley, en los próximos siglos. O milenios.

Cuando la gestión práctica de la democracia se demuestra impotente ante el deseo mayoritario de una sociedad no se produce frustración sino un sentimiento filosófico de profunda ironía. De enorme distanciamiento, de revuelta y de disidencia muy íntimas. Vencer sin convencer no es nunca una auténtica victoria aunque el españolismo crea que sí, aunque quiera pensar que con el uso de la violencia y de la intimidación el separatismo quedará diluido. Si el régimen españolista de 1978 pretende gobernar Catalunya indefinidamente contra la voluntad de muchos catalanes, acabará convirtiéndose en un sistema ilegítimo como lo fue el franquismo o el colonialismo en Cuba, como tantos y tantos regímenes que se sostienen sólo por el imperativo de las élites, como ocurre hoy en la Unión Europea del indeseable Juncker. La corrupción de la democracia no sólo es económica, cuando algunos políticos la explotan para su interés particular. La democracia se convierte en tiranía cuando el ejercicio de la política se transforma en una grotesca burla que se ríe del derecho a decidir de los ciudadanos.