Algunas veces no eres lo suficientemente consciente de que tienes un espejo ante ti, y sin esperártelo, te encuentras con una imagen que te asusta. Más que tu fisonomía es la de tu padre, claramente, o la de tu madre, o tal vez es sólo un gesto, o es una manera de hacer que sabes perfectamente que la tienes de familia, que es una herencia, una repetición genética. De tal palo tal astilla. Cuanto mayores nos hacemos parece que nos convirtamos en nuestros progenitores, no podemos evitarlo, vamos por la vida con esa marca familiar encima, una marca que nos identifica como miembros de un determinado clan, de una agrupación humana con vínculos tan sanguíneos como exactos. Este fenómeno es tan habitual como psíquicamente desquiciante, por lo que algunas veces los demás también han experimentado curiosidad por saber, por conocer, exactamente cuál es nuestra identidad. El poeta J. V. Foix explicaba que, en una ocasión que deambulaba por el viejo Sarrià, un individuo lo detuvo con esta pregunta tan freudiana: “así, usted, ¿es su padre?”

Y si esto es verdad, también lo es que, un día, también te das cuenta que ya tienes bastante de esas herencias sobrevenidas. Llega un momento que no sientes que tengas que aceptar según qué herencias problemáticas, que ya no quieres continuar la aburrida colección de sellos que te endilgaron de pequeño, ni quieres seguir ninguna guerra de tus antepasados ni perpetuar, por una extraña lealtad, determinados conflictos. En la vida de un individuo mentalmente liberado, llega un momento en que las únicas herencias que está dispuesto a aceptar son las herencias en forma de billetes de banco y rechaza todas las demás. La vida es demasiado corta para vivirla como la continuación de nuestros padres, como una repetición de alguna otra cosa. En la vida, a veces, tenemos que reconocer que no somos responsables de los crímenes de los que estuvieron aquí antes que nosotros y que, por supuesto, tampoco es mérito nuestro haber inventado la rueda ni descubierto la penicilina. Cuando decae la influencia familiar sobre nosotros la liberación sólo puede ser positiva.

Estas son las razones por las que, hoy, no hay en ningún país de lengua alemana nadie que lleve el apellido Hitler o Himmler o estirpes por el estilo. Dicen que fue un padre, el doctor Dou, que tuvo la poca inteligencia de bautizar a su hija con el nombre de Clara, pero también encontramos a la hija que se rebela y que se hace cargo de su propia vida, la hija que decide dejar de ser una víctima de la fatalidad, y decide reivindicarse. El apellido Hitler se podía encontrar en tierras alemanas, incluso estaba la tumba de un judío, en el cementerio Filantropía de Bucarest, que se llamaba exactamente Adolf Hitler, igual que el otro. Porque a todo el mundo le toca un nombre pero también se lo puede cambiar si conviene. Si, por algún motivo, nos avergüenza o nos ahoga. Lo que ya no es tan habitual es que el hijo de un alférez franquista que juzgó al poeta Miguel Hernández consiga mutilar determinados textos, con el visto bueno de una universidad, para borrar la vergüenza que supone haberlo condenado a muerte. El faccioso se llamaba Antonio Luis Baena Tocón, que tampoco es un nombre de novela que merezca tanta veneración ni respeto. Parece evidente, eso sí, que padre e hijo disfrutan de una inteligencia emocional bastante similar. Esperemos que no sea, también, hereditaria.