El catalán listillo del que hablábamos el otro día suele ser, por el mismo precio, un ser baboso. Tan baboso como esos señores mayores que, en la barra del bar, dejan de hablar contigo para mirar a las muchachas que acaban de salir del instituto y han entrado en el local. Buscan sólo un rincón y estar tranquilas con sus cosas. El catalán listillo que también es baboso, a veces, se arma de valor y se pone a hablar con alguna de estas mujeres jóvenes, como si por el hecho de ser jóvenes y mujeres fueran idiotas, como si ellas no tuvieran la mar de claro qué hacen los señores mayores en la barra de un bar. Los señores mayores en la barra del bar que abordan una conversación con una chica joven son comparables a los malos vendedores que abordan una conversación con un cliente potencial. No van de cara y se les ve a la legua el plumero. Y, precisamente porque no van de cara, intentan suplir la falta de sinceridad con una sobredosis de simpatía gratuita, no apta para diabéticos. Cuanto más difícil de vender es el saldo, más cantidad de baba, más metros cúbicos de amistad forzada. El mal vendedor, cuanto más listo se cree ser, más y más baba, más arrogancia innecesaria, porque el cliente no es tan fácilmente manipulable y tampoco está dispuesto a dejarse embaucar tan fácilmente. Cuantas más facilidades y más sonrisas aporta el mal vendedor peor lo tiene. Parece un político de esos que se miran a sí mismos en el espejo y se ven muy listos. Uno de esos políticos independentistas, tan avispados, tan linces, que quiere conseguir votos precisamente en los feudos catalanes de Ciudadanos, del PSC o de Podemos. Uno de esos políticos que creen que el independentismo triunfará con una sobredosis de simpatía. Que logrará sacar adelante el proyecto de una Catalunya soberana dando besos a las criaturas y prometiendo una sociedad idílica. Cualquiera de los tres, el vendedor, el seductor y el político, puede mentir un poco, puede exagerar un cacho, pero lo que no puede hacer jamás es humillar a su interlocutor. No puede intentar manipularle sin más.

El político independentista no puede hacer como dijo Jordi Évole que había hecho con él la añorada y semidivina Muriel Casals. Si podemos creer al famoso periodista español, Òmnium le dio hace años un premio porque “le quería seducir”, como si la seducción fuera tan fácil, como si los premios no fueran todos de latón y como si Jordi Évole fuera un cretino integral. El político independentista no puede ir a los núcleos de población donde la lengua española es muy mayoritaria diciendo que los votantes de Ciudadanos, del PSC, de Podemos, pobrecitos, no es que sean poco demócratas, ni tampoco es que estén rabiosamente en contra de los catalanohablantes y de la independencia de Catalunya. El político independentista no puede decir que los votantes españolistas, en el fondo, son pobres inocentes que no quieren los presos políticos en la cárcel, ni los exiliados políticos en el extranjero. Y que si estos electores españolistas votan lo que votan es sólo por culpa del propio discurso independentista, un discurso que les da miedo. Que si endulzáramos las palabras, que si fuéramos más zalameros y pedagógicos, se harían inmediatamente de los nuestros y ya no nos tendrían miedo. Un poco de respeto por la inteligencia de nuestros adversarios electorales, por favor. Saben perfectamente lo que votan de la misma manera que los independentistas sabemos lo que votamos. Basta ya de pensar que los electores españolistas son gente sin principios, sin patria, sin convicciones. Un poco de consideración y de respeto. De hecho, no nos tienen ni pizca de miedo, en absoluto. De hecho, nos quieren borrar del mapa cuando nos ven tan frágiles, tan farsantes, haciendo ver que estamos seguros de nosotros mismos cuando no estamos para nada, con nuestra superioridad barata, creyéndonos tan avispados que pensamos que somos genios, y tan babosos. De hecho, yo mismo estaría junto a los españolistas si no fuera que soy catalán. Mientras España y el españolismo es una opción clara y nítida, el independentismo catalán cada día que pasa se parece más a las rebajas de unos grandes almacenes, a la sombra de la sombra de un proyecto identificable. Basta de desdibujar, de disfrazar, de endulzar el proyecto independentista si es que queremos que se adhiera alguien más que los que ya estamos convencidos. Por este camino el independentismo acabará pareciéndose muchísimo al socialismo político del PSC, que es una cosa y, al mismo tiempo, su contraria. O, sea, nada.