El otro día, el candidato Salvador Illa-Isla (PSC-PSOE) se quedó tan y tan satisfecho de sí mismo y de su previsto discursillo electoral que se soltó como un hombrecito. Fue entonces cuando se dejó llevar, cuando durante un segundo olvidó encogerse y añadió, sin poderlo evitar, este inesperado colofón de despedida por su bocaza: bones tardes. Así, sin ningún miedo, adelante con todo. Tembló entera la red como una bestia herida, se compactó y se expandió repetidamente, como cuando estalla una bomba, como cuando se oye un escopetazo, o también como cuando un hecho insignificante revela la auténtica solución de un enorme misterio, como cuando el pie diminuto identifica a la verdadera Cenicienta, cuando es la única mujer que consigue calzarse el zapatito de cristal. El periodista Quico Sallés lo dijo por tuister, partiéndose de risa, y multitud de comentarios no se hicieron esperar. Se le ha escapado. O sea que Illa-Isla dice bones tardes. Como si acabara de salir de una cueva donde hubiera hibernado más de cien años, como si procediera de desiertos remotos o de montañas lejanas, como si la ingente obra de recuperación de nuestra lengua dañada nunca se hubiera producido, como si los catalanes, todos los catalanes, no hubiéramos hecho en algún momento, grandes o modestos, buenos esfuerzos para no maltratar más la gramática, para dignificar nuestra lengua, para depurarla de servidumbres, para demostrar que la amamos y la valoramos. Que nos gusta ser catalanes y nos gusta nuestro idioma. Y, sobre todo, que vivimos en sociedad. Que queremos vivir en esta sociedad y no en otra, supuestamente mejor, que no queremos ser un barrio de Madrid. Con hechos y no con palabras. Descubrir este bones tardes del candidato socialista fue como si hubiéramos descubierto que Illa-Isla no se cepilla nunca los dientes, o que no separa la basura para reciclarla, como si la civilización no hubiera llegado aún a su vida personal e íntima, como si aún no creyera en las transfusiones de sangre, o en las vacunas. Porque debemos decir la verdad. Todavía hay gente tan troglodita que no cree en la profilaxis para enfrentarse al virus, como Leticia Sabater, que organizó una fiesta en una casa alquilada por Navidad, o como Dolors Sabater, la candidata de la CUP, que se ve que no cree en las vacunas y no tiene claro si se hará vacunar o no.

Del Bones tardes ya se burlaba Santiago Rusiñol en 1917, aún no terminada la Primera Guerra Mundial, en Gente bien, un sainete donde se reía de los pijos enriquecidos por la guerra europea, de su esfuerzo sobrehumano para hablar español, la lengua del amo, la lengua del imperio, de su afán de provincianos serviles, sobrepasados por los acontecimientos, por dejar de ser catalanes. Vivimos en una sociedad en que, por obra y gracia del españolismo, puedes cambiarte de sexo, pero no puedes ser catalán. No por ningún motivo en especial, solo porque si nos independizáramos la casta de Madrid dejaría de cobrar una fortuna de 17.000 millones de euros al año. Y porque ellos mandan y nosotros no. Cuando hablas con un desconocido que empieza la frase diciendo “yo no soy racista, pero...” ya sabes lo que hay, no puedes decir que no te hayan advertido. Procede, a través de la dimensión desconocida, del pasado más hiriente, del que hubiéramos querido olvidarnos para siempre. ¿Pero qué clase de gentecilla nos quiere gobernar?