Dice Plutarco ⸺maestro de políticos y de la política⸺ que la Atenas clásica, la del intenso azul cielo, la bañada por el sol rutilante, la perfumada por los olivos de Atenea, sí, aquella que siempre aparece como una postal en los libros, en realidad, era una ciudad tramposa en la que los nombres no se correspondían con las realidades. La gobernación de Pericles se llamaba popular y lo parecía, pero, como ya podéis imaginaros, no era sino el poder de él solo, de aquel único patricio principal. Gracias a la fuerza de su elocuencia. La fama que tenía, y que ahora llamaríamos propaganda, preservó a la ciudad y al gobierno. Un régimen triunfa más por la disuasión del temor y por la simpatía que inspiran sus buenas palabras que por ninguna otra cosa. Así fue como la superioridad de Atenas fue moneda de curso legal en todos los mercados del Mediterráneo. De modo que no sólo aseguró su gloria personal, Pericles sobre todo lo que logró fue la salvación de Atenas a través de un prestigio exterior. Mientras hicieron caso de este gran orador, Atenas logró conservar su riqueza y su prosperidad. Después, una vez fallecido, la ciudad pasó bajo el gobierno de su sucesor, un político llamado Nícias ⸺¡qué nombre! ⸺, el cual tenía las mismas intenciones, pero ciertamente no la misma facilidad para la persuasión. Dice Plutarco que cuando intentaba refrenar o detener la codicia del pueblo no lo conseguía. Era como un bocado de brida demasiado flojo. No tenía el vigor de quien sabe dominar. Al final le obligaron a dejar el cargo, le llevaron a la fuerza hasta Sicilia y se rompió el cuello. Hay un proverbio que dice: “Al lobo, por las orejas, nunca lo vas a atrapar”.