Consta que Carles Puigdemont está muy decidido a construir una fuerza política nueva, estrictamente independentista y transversal, que rechace cualquier limitación ideológica que pueda distraer del objetivo final. Por eso cuenta con gente tan diferente como Jordi Sànchez, Jordi Turull, Elsa Artadi, Antoni Morral, Laura Borràs o Josep Andreu. Como todo el mundo se ha dado cuenta ya de que la independencia no se puede conseguir en 18 meses —ya era hora—, la intención es ahora liderar la "resistencia" al fenómeno más evidente a ojos de la mayoría como es la represión del Estado y, como estrategia inseparable, organizar simultáneamente la "larga marcha" de un movimiento unitario hacia la libertad nacional.

La idea no es nueva. Un objetivo tan ambicioso y difícil como la independencia de un país requiere el apoyo de una mayoría social incuestionable tan plural como sea el propio país. No puede ser un proyecto que añada compromisos ideológicos, porque excluiría a una parte del cuerpo social, cuyo concurso resulta imprescindible. Dicho de otra manera, a diferencia de otras propuestas políticas, la independencia, igual que la unidad nacional cuando se trata de un estado constituido, exige por sí misma convertirse en la prioridad que pase por encima de cualquier otra cuestión. Los partidos españoles lo tienen claro y los catalanes no tanto. No se puede ganar la independencia en contra de la burguesía ni contra el proletariado; tampoco contra los religiosos ni contra los laicos. Son necesarios todos, por feos que sean. La lucha por la independencia requiere un consenso muy mayoritario allí donde se plantee.

Eso lo tenía claro incluso un fascista como José Calvo-Sotelo, autor de la frase "España, antes roja que rota". Y lo argumentaba bien. “Entre una España roja y una España rota, prefiero la primera, que sería una fase pasajera, mientras que la segunda seguiría rota a perpetuidad”. Es decir, primero aseguramos el Estado-nación y después ya hablaremos.

Resulta, sin embargo, que los procesos de independencia suelen ser revolucionarios, en tanto que se rebelan contra el poder constituido. Con algunas excepciones muy específicas —Chequia y Eslovaquia—, los que no se rebelan y aceptan el juego democrático del estado adversario —Escocia, Quebec— no acaban de independizarse nunca... pero continúan la "larga marcha" con la idea de que llegará el día en que las "condiciones objetivas" hagan viable la revolución. Entonces la persistencia se convierte en un modus operandi... y un modus vivendi.

El independentismo se ha decantado muy mayoritariamente como un movimiento prioritariamente de izquierdas y eso pone gran parte de la sociedad no en contra de la independencia, pero sí de los presuntos independentistas que lideran políticamente el movimiento

Esta parece que es la opción catalana, porque no hay ningún partido ni colectivo que no considere el poder autonómico como la herramienta fundamental de la que pueden disponer para hacer frente al Estado. Visto que, sin embargo, las sociedades son cada vez más plurales y que cada poco tiempo hay que hacer frente a unas elecciones, los grupos independentistas buscan los apellidos ideológicos que piensan que los pueden identificar mejor con un sector de la sociedad para ganar las elecciones autonómicas y que les permita mantener un modus operandi que les asegure el modus vivendi. Y así llegamos a la gran contradicción, porque altera el orden de prioridades. Cuando desde ERC se acusa a JxCat de ser el centroderecha es evidente que la prioridad no es trabajar conjuntamente para lograr la independencia, sino conseguir un gobierno autonómico de una orientación ideológica determinada. Y vale decir que la táctica de ERC ha tenido éxito, porque ha conseguido que JxCat, en contra de sus planteamientos transversalistas, interiorice el discurso de sus rivales electorales, como se ha demostrado en el caso de la ley para limitar el precio de los alquileres.

Los diputados del PDeCAT, que como ERC también buscan su nicho electoral, han hecho una reivindicación de su identidad ideológica diferenciada, considerando que, además de la independencia, también hay que defender a los pequeños propietarios. No a los magnates inmobiliarios que viven de rentas, sino los que con rentas familiares superiores a 2.000 euros, o sea 2.500 o 3.000, sólo tienen un piso de propiedad puesto en alquiler para completar los ingresos de la familia. Eso sin entrar en las disquisiciones de los economistas que, como Paul Krugman, ponen en duda que la limitación del precio de los alquileres tenga siempre los efectos progresistas que se persiguen.

El caso es que Esquerra Republicana, los Comunes y la CUP han hecho bandera de la ley aprobada como un triunfo de las izquierdas y Junts per Catalunya ha hecho todo lo que ha podido para añadirse a la fiesta, no fuera que los acusaran de ser la Convergència de derechas de toda la vida. Incluso celebran que el PDeCAT se haya desmarcado. Con lo cual llegamos a la conclusión de que el independentismo político catalán se ha decantado muy mayoritariamente como un movimiento prioritariamente de izquierdas, por cierto, de las izquierdas que en el fondo de sus planteamientos todavía sostienen la tesis de Proudhon, "la propiedad es un robo". Y, claro, eso, se mire como se mire, pone gran parte de la sociedad no en contra de la independencia, pero sí de los presuntos independentistas que lideran políticamente el movimiento, porque se reivindican independentistas, pero, sobre todo, sobre todo, sobre todo, y ante todo, se proclaman de izquierdas.